EL PAGADOR DE LAGRIMAS

"Tan necesario como un par de lágrimas..."

Laia Falcón



"Nada es tan necesario al hombre como un par de lágrimas
a punto de caer en la desesperación"
(Blas de Otero).














La brisa gris y helada de la tarde había empañado los cristales, haciendo muy difícil ver bien a través de las ventanas de aquel número cuarenta y cinco de la línea urbana de teleféricos. Aunque no frecuentaba la zona vieja de la ciudad, Martina suponía que la próxima debía de ser su parada. En los asientos del fondo yacía inmóvil un chico de unos dieciocho años, con la boca abierta, los ojos cerrados y una jeringuilla medio vacía en la mano. Martina lo observó durante unos segundos. Había oído que aún había gente que utilizaba aquellos métodos anacrónicos y desagradables, pero nunca había visto a una de cerca. Dudó si acercarse para ver si estaba vivo, pero el teleférico ya se había parado y las puertas empezaban a abrirse, así que decidió bajarse y no meterse en los asuntos de otros.
No serían más de las siete y media, pero la Vía de los Músicos, paseo principal en otros tiempos, estaba oscura y vacía. Ya no iluminaban aquella zona, y si mirabas al cielo te encontrabas con la red de estrechas vigas de acero a las que iban sujetos los teleféricos urbanos. Pero aún así, desde las escalerillas de la parada, aquello resultaba mucho más bonito que los apartamentos construidos en las instalaciones del antiguo metro de la ciudad, donde vivía ella. Los descarados edificios que se erguían sobre el suelo, en vez de ocultarse bajo él, evocaban los lujos de otras épocas.

Caminó un poco hasta llegar a un palacete, aún más antiguo que los edificios de oficinas que lo acompañaban. Comprobó la dirección, empujó la verja y cruzó un pequeño jardincillo muerto, hasta llegar a la gigantesca puerta de entrada donde tocó el timbre. Al escuchar como alguien abría con rapidez cientos de cerrojos al otro lado, sintió ganas de salir corriendo de aquel lugar siniestro. Pero necesitaba el dinero. Lo necesitaba para pagar el alquiler del pequeño apartamento de la línea dos, para arreglar el regenerador de aire y para las sesiones de sol de su hijo, imprescindibles en el crecimiento de cualquier niño. Así que se esperó a que terminaran de abrir la puerta, sin saber qué mundo esperaba al otro lado.
Abrió una viejecilla extraordinariamente bajita. Llevaba un vestido de gabardina gris perla, con un minúsculo moño en la nuca y unas gafas puntiagudas.
-Ha llegado usted un poco antes, -dijo con una voz aguda y suave, como si alguien hubiese tocado una campanilla de cristal- tendrá que esperar un poco.
Después la mujercilla, que no debía de medir más de un metro de altura, dobló un poco las rodillas para tomar impulso y dio un salto de casi tres veces su tamaño frente a la inmensa puerta. La falda de su vestido se infló entonces como un paracaídas, disminuyendo así la velocidad de descenso y permitiéndole ocuparse de todos los cerrojos mientras volvía a bajar. Una vez en el suelo, ante los ojos asombrados de Martina, se acomodó las gafas como si tal cosa y pasó a mostrarle el camino hacia la sala de espera.
Lo cierto es que, muchos años atrás, Martina había imaginado escenas aún más sorprendentes que aquélla, guiada por las deliciosas historias que le leía su madre cuando volvía del trabajo. Pero en ese momento ni se acordó, porque la vida había guardado todas las imágenes de cuento, junto a muchas otras cosas, en el último rincón de su memoria.
Atravesaron tres largos corredores iluminados por una tenue luz violácea. Todas las paredes estaban cubiertas, desde el suelo hasta el techo, por inmensas vitrinas de madera oscura repletas de tarros de cristal azul. Cada uno de los misteriosos contenidos que éstos encerraban, precisaba de una forma específica de envase que mantuviese intacta su esencia, por lo que los tarros se alineaban en un baile de curvas retorcidas, caprichosas e imposibles.
Al final del último corredor llegaron a una habitación redonda donde Martina tendría que esperar a que el Pagador la recibiese. El suelo era de mármoles de dos colores, dibujando sobre un fondo inmaculadamente blanco, una espiral negra que abarcaba toda la habitación. La mujercilla iba a marcharse, pero se paró junto a la puerta.
-¿Es la primera vez que viene?
_Sí.
-Entonces le pagará mucho,-dijo sonriendo- las primeras son las mejores.
Se mantuvo observándola durante unos segundos y después se esfumó, dejando a Martina sola en aquella sala redonda.
Miró a su alrededor. Sobre las paredes, tapizadas de satén gris, habían colgado veinticinco cuadritos con viejas fotografías en blanco y negro. Cada una de ellas retrataba a una persona llorando.
Martina se entretuvo mirándolos hasta que alguien abrió otra puerta. Esperaba volver a ver a la viejecilla, pero al darse la vuelta se encontró con la espectral imagen del Pagador, un hombre alto, vestido con un antiguo pero impecable frac gris claro y unas minúsculas gafas de cristales totalmente oscuros. Tenía el pelo negro, liso y largo hasta los hombros y las uñas también largas y muy cuidadas, como las de un gato. Martina tuvo que tragar saliva y carraspear, y aún así sólo le salió un hilo de voz.
-Soy Martina Gar...
-Sí, ya sé.- Interrumpió él con una voz profunda y serena. Una voz como la que deben tener las criaturas del fondo del agua.- Pase por aquí.
En el despacho, la misma luz violeta de los corredores difuminaba los colores grises de las telas del mobiliario. El Pagador, mientras caminaba de un lado a otro cogiendo cosas que le harían falta más adelante, le indicó a Martina que se tumbase en el diván que había en el centro de la sala.
-Sé que ésta es su primera sesión,-comenzó a decirle- pero no se preocupe, esto es muy sencillo y no tardaremos mucho. En cuanto le haya colocado los recipientes de recogida, usted no tiene más que dejarse llevar, y llorar tranquilamente. Del resto ya me ocupo yo.
-¿Del resto?- Se atrevió a balbucear Martina desde el diván.
-Sí, del resto.-continuó distraído el Pagador, mientras manipulaba el monitor de una máquina plateada que había junto al diván- Para usted no tiene por qué haber más misterio, me vende sus lágrimas y se marcha. Sin embargo, mi trabajo consiste en comprobar su composición emocional y cuidar de que no se estropeen. Por cierto quiero mencionarle algo... para evitar escenas desagradables en el futuro. Verá :la composición emocional de las lágrimas es de vital importancia para la calidad final del preparado y para la reacción que éste produzca, ¿me comprende usted?- Martina asintió con la cabeza- Bien...sin embargo esa composición no depende sólo de mi trabajo de laboratorio, sino también de su propia calidad inicial. Así, las lágrimas que yo le compraré hoy serán sin duda de una calidad superior, porque es la primera sesión que hace... y porque además tiene acumuladas bastantes cosas por las que llorar, los que acuden a este negocio no suelen estar pasando por buenos momentos, ¿me equivoco? - Esta vez la mujer se limitó a bajar la cabeza- Serán de una condensación de tristeza muy elevada, y por eso recibirá usted mucho dinero a cambio. Pero si desease volver, a medida que se vaya acostumbrando a venderme sus lágrimas, éstas perderán... cómo decirlo...perderán "autenticidad", por lo que el precio irá disminuyendo. Tengo que proteger a mis clientes de esas hábiles plañideras que intentan venderme unas lágrimas forzadas, absolutamente vacías de emoción alguna, e inútiles por tanto para la elaboración de mi producto.
Mientras aclaraba aquel punto, el Pagador había empezado a ponerle los recipientes de recogida: dos vasijitas en forma de media luna que partían del lagrimal y se adaptaban perfectamente a sus mejillas, sujetándose a las orejas igual que unas gafas.
-Bueno, -dijo mientras bajaba la luz con un dínamo de la misma máquina plateada- podemos empezar. Por favor, relájese y mire al techo.
Apretó otro botón, y mientras una suave música empezaba a inundar la habitación, cogió las manos de Martina. Quizás ella pensó que era una muestra de ternura, pero lo cierto es que lo hacía para evitar que al empezar a llorar, como acto reflejo, Martina intentase secarse las lágrimas y moviese así los recipientes de recogida. Era todo un profesional, atento a cualquier accidente que pudiese estropear su exquisita materia prima.
En el techo, las luces violáceas habían empezado a bailar mezclándose unas con otras y consiguiendo el efecto mágico y ondulante que alcanza el agua en los más serenos y desiertos fondos marinos. Realmente se unían al azar, en formas curvas e irrepetibles carentes de significado, pero la música, esa deidad mágica y poderosa, fue capaz de mucho más. Poco a poco, aquella melodía lenta y amarga se fue metiendo en los oídos de Martina, para hacer que las formas luminosas del techo se convirtiesen a sus ojos en las imágenes de cada uno de sus miedos, de sus pérdidas, de sus decepciones, de sus sueños rotos.
Y de repente, Martina empezó a llorar en una explosión de tristeza, mientras un torrente de soledad, humillación y angustia iba llenando los recipientes de recogida al ritmo de la triste y mágica danza de las luces del techo.
Cuando la música acabó Martina volvió en sí. El Pagador ya estaba envasando las lágrimas y la luz violeta había vuelto a su intensidad normal. Tenía los ojos hinchados, las mejillas ardiendo y la sensación de haber pasado horas allí tumbada, derramando la historia de sus tristezas en aquellas vasijas de cristal.
-¿Ya ha vuelto?- Empezó a decir el Pagador desde una amplia mesa de escritorio- Me alegro, porque esto ya está. He analizado una muestra y debo confesarle que son unas lágrimas de calidad extraordinaria, les voy a encontrar muy buenos compradores.- Hablaba sin mirarla, concentrado en apuntar los datos del preciado néctar en un cuadernillo.- Ahí tiene usted lo acordado,- dijo señalando un sobre de cartón gris- cuéntelo si quiere y márchese, la puerta ya está abierta.
Martina, de pie frente a la mesa, se quedó mirando el sobre. Normalmente, cuando uno ha llorado mucho, se siente aliviado. Pero ella no tenía esa sensación. Es más, delante de aquel sobre, la solución a todos los problemas que la habían llevado hasta la casa del Pagador, se sentía terriblemente vacía.
-¿Qué va a hacer ahora con las lágrimas?- Preguntó a media voz.
-Pues como habrá oído,- empezó a decir el Pagador, molesto por tener que continuar la conversación- las lágrimas se han convertido en una nueva y sofisticada droga, sólo accesible para las clases más acomodadas. Vivimos en un mundo que necesita de la tristeza del otro para ser feliz... y ése es el secreto de mi negocio: facilitar a aquellos que lo pueden pagar, la dulce sensación que produce en la mente el saber que hay otros más infelices que tú. Eso es todo.
No parecía que tuviese más ganas de hablar, así que Martina alargó el brazo para coger su sobre y marcharse. Pero entonces su mirada se paró en un pequeño bulto transparente que brillaba en la mesa. Era una botellita etiquetada con un número de serie y una fecha, el frasco que ahora encerraba algunas de las más intensas emociones de su vida.
-¿Son ésas mis lágrimas?
El Pagador sólo levantó la vista durante unos segundos y luego volvió a sus asuntos. Parecía que se iba a limitar a contestar con un gesto, pero entonces, cuando Martina se disponía finalmente a coger el sobre con el dinero, el Pagador, detrás de sus minúsculas gafas oscuras, pronunció la frase más cruel que aquella mujer había escuchado jamás. Una frase seca que retumbó en sus oídos y la zarandeó con violencia.
-Lo eran.
El vacío empezó a crecer, gélido e imparable, dentro del cuerpo de Martina, mientras las experiencias más duras de su vida, a punto de ser vendidas, la observaban desde la botellita. Hubiese dado cualquier cosa por dejar caer una lágrima, pero ya no le quedaba ninguna.
Un fuerte portazo sonó en la habitación. Y cuando el Pagador volvió a levantar la cabeza el sobre gris aún estaba en la mesa, pero la botellita había desaparecido.
Martina atravesó la sala redonda, los corredores, la inmensa puerta y el jardincillo muerto con toda la velocidad que le daban la rabia y la libertad, apretando la botella con fuerza. Los problemas con los que había entrado aún tenían que ser resueltos, pero todo lo que contenían sus lágrimas seguía siendo suyo.

Obtuvo el primer premio en el XI Certamen literario del IES María Moliner de Coslada.
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La Cleopatra fatal que recibió al siglo XX
Laia Falcón


ARTÍCULO PUBLICADO POR EL TEATRO REAL DE MADRID





El camaleón de las épocas

Una mujer se desnuda para entrar en la piscina de leche. Una princesa griega aprende a hablar egipcio. Una vampiresa sonríe mientras prueba venenos en sus esclavos. Una niña pelea con su hermano-marido por sentarse en el trono. Una reina enfurecida llora por su biblioteca incendiada. Una pareja de amantes se disfraza de Venus y Marte para decorar sus noches de deseo...

Pasear por la interminable galería de obras que han tomado a Cleopatra como inspiración nos permite observar, de una forma especialmente rica, cómo un mismo motivo puede servir para trazar retratos y narraciones de tal diversidad. Junto a ella, son pocos los personajes que hayan resultado tan sugerentes y rentables cuando el arte y la ficción han buscado en la Historia bocetos con los que despertar, conmover o divertir al público. La extraordinaria personalidad y habilidad comunicativa de esta reina, la novelesca red de anécdotas y leyendas que pronto se entrelazaron en torno a la historia de su vida, el mestizaje de culturas que representaba y cultivaba, el relevante papel que desempeñó en el escenario político de su época y las relaciones que mantuvo con algunos de los hombres más determinantes del momento, son ingredientes que convierten a Cleopatra VII en una garantía de intriga, exotismo y sensualidad. Misterio y fascinación que, al fin y al cabo, responden a esa laboriosa transformación de la mujer en mito que ya comenzó cuando la propia reina alejandrina, consciente del revuelo que despertaba, se encargó de potenciar y modelar con un sorprendente dominio de la persuasión y el espectáculo.

Estamos acostumbrados a ver cómo cambian las interpretaciones de una determinada figura histórica en función de la época desde la que es observada, y nos resulta familiar que el arte, como testigo y agente activo de nuestro mundo, refleje las metamorfosis de esas lecturas. Lo que sorprende en el caso de la última representante de los faraones es que, lejos del debate explícito o de la búsqueda de precisión arqueológica, su retrato artístico cambie tanto y tantas veces. En el recorrido a lo largo de las pinturas, esculturas, poemas, coreografías, novelas, piezas teatrales, canciones, óperas, películas o viñetas que tratan sobre Cleopatra, pese a observar ciertos rasgos constantes, resulta asombroso comprobar que la misma mujer pueda presentar rostros tan distintos. Inteligente estratega, víctima desvalida, ingenua coqueta, seductora asesina, madre luchadora, tirana caprichosa... ¿a qué tanto cambio en un personaje que ya poco tiene que ver con aquéllos que reiteradamente la evocan? Si la gran misión de estas obras es llamar y cautivar al público -el mecenas renacentista que pide un motivo para un bello desnudo, los novios que van al cine a besarse y ver otras vidas, los viajeros que leen en el metro de casa al trabajo y del trabajo a casa-, ¿qué lleva a convertir las mismas anécdotas históricas en un retrato amable o trágico, satírico o reivindicativo, apasionado o moralizante, exótico o cercano? Por supuesto, parte de esta pregunta nos dirige a la individualidad creativa y creadora de los artistas. Pero además, a la hora de escoger una u otra cara del personaje, mucho tienen que ver las inquietudes y las expectativas del propio entorno histórico y social en el que cada una de esas obras fue creada: ¿de qué se hablaba, a qué se temía, qué se buscaba en los distintos ámbitos que sirvieron de marco a la creación de esas pinceladas, luces o palabras? Junto a la pared donde el mecenas colgaría su lienzo, los arrumacos de los novios del patio de butacas o el número de estaciones que el lector pasa cada día bajo tierra, junto a esas importantes cosas que forman nuestra vida, las narraciones que nos acompañan y distraen son una de las principales formas que tenemos de construir o reconocer una representación de nosotros mismos en el mundo. De aprender y afirmar, con avatares y rostros prestados, de qué están hechas nuestras emociones.

¿Tienen las lejanas estampas de esta reina relación con la realidad cotidiana de las sociedades que, una y otra vez, la rescatan desde la aparente inocencia del ocio y el ornamento? A primera vista, quizás no encontraríamos en ella un vehículo tan oportuno para transportar, a través de sus retratos artísticos, la expresión de las cuestiones graves que puedan preocuparnos. Pero lo cierto es que ese desfile de cleopatras que atraviesa más de dos mil años de creación artística nos brinda un privilegiado testimonio, inconsciente en casi todos los casos que lo conforman, de la evolución de una de las constantes tensiones (acallada, dormida o denunciada, pero constante al fin) que nos ha acompañado en nuestra Historia. Nos referimos a la difícil definición y consideración social de aquellas mujeres que, dentro de un contexto preciso (familiar, social, laboral, político), no desempeñan el papel tradicionalmente reservado para ellas sino que, por el contrario, ostentan una destacada posición de poder, iniciativa, fuerza o autonomía. Parecería que el repertorio de anécdotas de la última reina faraónica, al estar, en buena medida, prefijado por el referente histórico, no dejaría mucho margen a la creación argumental ni, por tanto, al reflejo de cambios contextuales. Sin embargo, el modo en que estas anécdotas son escogidas, silenciadas, descritas y relacionadas entre sí, nos brinda un significativo reflejo de las expectativas y juicios que muy distintos entornos históricos y sociales han tenido acerca de las mujeres que eran (o pretendían ser) como Cleopatra.

Desde este punto de vista, la protagonista de la ópera de Massenet y Payen, compleja heroína fatal de la Francia de principios del siglo pasado, ocupa un lugar muy relevante. Si nos acercamos bien a ella y prescindimos por un momento de algunos de sus rasgos más anecdóticos, veremos que su complicado perfil coincide con la definición que la época daba a un tipo de mujer que le resultaba especialmente inquietante. Un tipo de mujer que, fácilmente, podía haberse cruzado con los autores de Cléopâtre en algún café de París o, incluso, asistir al estreno de 1914 en Monte-Carlo. De hecho, basta observar el diseño de los vestidos y peinados que llevaron las primeras divas que la representaron -tan próximos en sus escotes y talles a la moda occidental del momento, como los que se confeccionaron para las representaciones de la temporada parisina de 1919, por ejemplo- para apreciar la contemporaneidad con la que se presentó este personaje al público. Caracterizada en una especie de mezcla necesaria entre el perfil de la mujer fatal y ciertos atributos inmediatos y muy reconocibles de las primeras mujeres independientes, esta Cleopatra desvela mucho de la mirada de su tiempo.


Tras las huellas de la perdición coronada

Parece que el rasgo más pronunciado de la última heroína de Massenet es esa perfidia, esa brutal falta de empatía con que maneja a aquéllos que la aman: entroncada en el ilustre carrusel de despiadadas mujeres de la época -junto a la Carmen de Mérimée, la bíblica Salomé rescatada por Wilde, la Lulú de Wedekind o la Odette de Proust-, esta Cleopatra calma su voluptuoso aburrimiento asesinando a bellos esclavos y saborea con dulzura las desesperadas palabras de los que sufren por su amor. Éste tratamiento es el imperante en las muchas cleopatras del cambio de siglo, como las protagonistas de las lujosas películas de Gaumont o Pathé o del ballet que el empresario Diaghilev estrenaba en Londres y París. Salvo contadas excepciones, la moda de finales del XIX y principios del XX era presentar a la legendaria reina del lujo erótico y los venenos asesinos, probablemente porque esas eran las características del personaje que el público esperaba encontrar. Tan oportuna resultaba esta figura para los esquemas de la mujer fatal, que los creadores no dudaban en ajustarla totalmente a dicho arquetipo, aunque para ello tuvieran que distorsionar o descartar otras facetas del personaje real.

¿Qué rasgos de la Cleopatra histórica la convertían, según los artistas, productores y público de la época, en una candidata tan sabrosa para ser caracterizada como una destructora de hombres? Parecería obligado responder a esta pregunta recordando los trágicos y decadentes finales que, tras relacionarse con ella, tuvieron sus dos grandes amores. Sin embargo, resulta asombrosa la facilidad con que aquéllos que la retratan dentro de este arquetipo, difuminan la rivalidad entre los políticos romanos como verdadero desencadenante del asesinato de Julio César y la guerra contra Marco Antonio. En el libreto de Payen ni siquiera hay un cantante que represente el papel de Octavio, el gran rival de Marco Antonio que se encargó de incendiar los ánimos contra él en su lucha por el liderazgo en solitario de Roma. Y si ésta es una ausencia tan cómoda y comprensible, es porque, a todas luces, la intervención de este personaje no era necesaria para la historia que aquí se quería contar.

Mucho más jugosos debían ser los otros aspectos de la vida de la misteriosa lágida que, a ojos de la época, conducían a culparla del declive de los que la amaron. En este sentido, quizás podemos comenzar por referirnos a ese erotismo misterioso y exótico que acompaña al personaje. Fue la propia reina quien se encargó de acentuar esta faceta, conocedora de la tendencia de la mirada occidental a atribuir -no sin cierta vocación exculpatoria para sus hombres- peligrosos poderes a las mujeres que no son como sus más cercanas. El célebre arte amatorio de Cleopatra, mencionado por los propios cronistas que recogieron las vidas de Julio César o Marco Antonio, la separaba ostentosamente de los códigos de comportamiento para las respetables europeas y americanas de finales del XIX y principios del XX. Si la educación y los manuales de conducta femenina se esforzaban por inculcar un temeroso alejamiento de los placeres sexuales, poco sentido tendría dotar de rasgos nobles a una señora cuya historia de alcoba debió de ser lo suficientemente deliciosa como para servir de reiterado referente a todos los siglos que la siguieron.

En segundo lugar, parece claro que hay un extraño vínculo entre esta adaptación de la legendaria soberana al molde de la femme fatale y su ambición y papel político. En esta lectura del personaje, la época de Massenet y Payen poco se separa de los propios contemporáneos romanos de Cleopatra que, con Octavio como principal artífice, explicaron las victorias de la alejandrina queriendo ver en ella una bruja que destruía con sus malas artes a todos los grandes hombres de Roma: la ira que producía en la República que Marco Antonio, tal y como había hecho Julio César años antes, abandonase su tierra y sus promesas por permanecer junto a una reina extranjera (explosiva provocación a ojos de Roma, ésta de “reina” y “extranjera”), fue aprovechada y reconducida por Octavio con una poderosa campaña de desprestigio hacia la soberana. Esta maniobra, de la que aún se conservan medallones propagandísticos que representan a la enemiga como la gran prostituta del Nilo, inició una cascada de obras de arte que, muchos siglos después, siguieron contando las victorias sentimentales y políticas de esta mujer como un hechizo anulador sobre los hombres que la amaron. Cuando Massenet y Payen terminaban en 1912 el perfil de la heroína, su retrato distaba mucho ya, en siglos e intención, del enfrentamiento político original que había llevado a Octavio a diseñar sus argumentos, pero lo cierto es que aún así, los juicios de éste seguían teniendo sentido a la hora de valorar las hazañas de alguien como Cleopatra. En el universo decimonónico -que, en muchos aspectos aún se extiende hasta el propio 1914- la fuerza de una mujer que era capaz de convencer y modificar la trayectoria de un hombre hasta tal punto, era difícil de explicar sin catalogar sus estrategias como maniobras innobles. En el propio texto de Payen se puede observar cómo las mismas palabras cambian de significado si se atribuyen a la reina o al líder romano: la intrepidez, la nobleza y el orgullo a los que Marco Antonio se refiere al hablar de su propia “fierté”, se transforman en altivez y arrogancia cuando aplica la misma palabra para hablar de Cleopatra. “La mujer fuerte no debe ser más que un símbolo” es una de las terribles frases que aún resonaban desde que, algunas décadas antes, la pronunciara el mismísimo Balzac, uno de los genios que se sumaron a la fascinación por la representación de la mujer. Sencillamente, no podía ser que una de ellas estuviese a la altura de los grandes hombres: algo oscuro e incontrolable les tuvo que suceder a los líderes romanos para que aceptaran los planes de la reina egipcia.

En último lugar, podemos dedicar una breve reflexión a lo que la época de esta obra entendía a menudo por “una mujer inteligente”. Entre las características que conocemos de Cleopatra VII, consta su extraordinaria capacidad de oratoria y negociación, habilidad con la que pudo hacer frente y reconducir a los invasores romanos. No sólo consiguió que abandonasen el plan de convertir Egipto en la despensa de la República, sino que terminó por implicarlos en su propio proyecto de reunir oriente y occidente en un gran imperio. ¿Pero qué significa esta destreza cuando es una mujer poderosa quien la maneja? Es interesante ver con qué capacidades concretas identifican las épocas la estrategia de persuasión de Cleopatra, tan a menudo evocada con una poderosa carga peyorativa (“Cortesana, cortesana coronada” repetirán obsesivamente Marco Antonio y la orquesta mientras aún aquél está libre de las garras de su adversaria). Aunque no tan a menudo como podría parecer, es cierto que los planes estratégicos de la reina recurrieron en varias ocasiones (y, sobre todo en el caso de Marco Antonio) a la seducción física. El episodio del encuentro en Tarso, evocado y reinterpretado por los autores de esta ópera en su primer acto, fue, según los cronistas, el más espectacular ejemplo de ello. Sin embargo, es relevante que esta faceta del personaje, aparte del evidente atractivo que supone para los artistas, termine resultando lógica y suficiente a la hora de relatar los acontecimientos, como si el veterano estratega Julio César o el rotundo triunviro Marco Antonio olvidasen sus planes originales sólo porque Cleopatra les invitó a su cama.

No cabe duda de que los autores de esta obra retratan a su protagonista como una mujer de intuición y dominio de las situaciones fuera de lo común. Pero en la época a la que Massenet y Payen pertenecen, se suelen eludir aspectos tales como las ocasiones en que Cleopatra se puso al frente de un ejército, la esmerada educación políglota de la que hacía gala o el profundo conocimiento que tenía de las realidades y posibilidades políticas de su tiempo. Frente a esta dimensión del personaje se prefiere la faz más sigilosa (y, si se quiere, retorcida) de la célebre alejandrina: su gran capacidad de conocer y manejar las debilidades y necesidades profundas del contrincante. Hay que decir que el modo en que Payen describe la aguda inteligencia de su heroína a través de la forma en que ésta diseña su presentación ante Antonio o maneja los silencios y las aparentes renuncias en sus conversaciones con él, es el resultado de un sofisticado retrato psicológico no tan frecuente entre las obras que la evocan. Además, en este punto, Cléopâtre se convierte en indiscreta lectura de lo que, según la época, podía hacer que un hombre de la talla de Marco Antonio se rindiese al amor: una mujer que abandona lo suyo y viene a ofrecerse explícitamente como esclava, que reconoce la total supremacía de su hombre, que promete las delicias de su cuerpo envolviéndolas en el celofán de la sumisión, y que, sobre todo y antes de pronunciar otra palabra, asegura que ha dejado de existir, de ser quien era (“Cléopâtre n’est plus”) a fin de entregarse a su nueva razón para vivir. Ciertamente, si el retrato de Cleopatra queda claro, no es menos fiel a su tiempo el de Marco Antonio.

Que estas características de Cleopatra VII (la experiencia sexual, la ambición política, las habilidades de persuasión) la convirtiesen, a ojos del occidente de principios del XX, en una coherente mujer fatal, nos dice mucho de la mirada de quienes hicieron y contemplaron su retrato. La fama que Massenet tenía entre sus colegas de conocer y valerse de las expectativas del público no debía aludir sólo al quehacer estrictamente musical, sino también a la elección de los temas y tratamientos. El compositor que, casi veinte años antes y a raíz de la propuesta del dramaturgo Sardou ya había considerado llevar a Cleopatra a la ópera, sabía cómo escoger y contar historias que no resultasen lejanas para aquéllos que irían a admirarlas durante unas horas. Tenía una gran intuición para saber qué esperaba el patio de butacas y no se destacaba precisamente por arriesgarse en extremo a la hora de presentar sus obras ante él. Talante que algunos críticos y colegas tachaban de falta de valentía, por cierto, utilizando para ello apelativos que mucho nos revelan sobre el reparto de virtudes entre hombres y mujeres: “su temperamento femenino [la cursiva es nuestra] no pudo resistirse a la seducción del éxito” escribiría el crítico Émile Vuillemorz en Le Théatre de noviembre de 1919, para referirse al carácter poco arrojado que apreciaba en la trayectoria de Massenet.



Cuando los deseos crueles llevaban pantalones

Si queremos saber más acerca de ese mundo y esa época para quien Cléopâtre fue creada -y que, por ende, explica muchas de las características de la protagonista de esta ópera-, resultan aún más significativos los cambios y licencias que se hicieron sobre la historia de la célebre egipcia a fin de mostrarla como una auténtica femme fatale. El siglo XIX, de quien esta obra y su primer público son firmes herederos, fue un tiempo fascinado por la representación de la mujer. Éste fue un enamoramiento ambiguo que dio lugar a una prodigiosa colección de novelas y óperas sobre heroínas ideales, nacidas del sueño de sus autores y separadas, con enorme frecuencia, de la compleja realidad que vivían sus contemporáneas de carne y hueso. A fuerza de insertar a los personajes femeninos en unos escasos y rígidos arquetipos, el arte de la época dio lugar a una serie de damas de papel que, o bien ignoraban las verdaderas dificultades de las mujeres reales, o bien trazaban oscuras y dramáticas interpretaciones sobre los escandalosos cambios que pedían algunas raras temerarias. Los tres modelos de mujer que, casi de forma exclusiva, se tenían en consideración eran la madre, la musa y la seductora. En el caso de esta ópera aparecen con una extraordinaria claridad dos de los tipos femeninos que se reparten la escena -la cruel letal frente a la abnegada virgen-, moldes que llevaron a los autores a privar a la protagonista de algunos rasgos importantes del referente histórico real. Para que la dicotomía y el enfrentamiento moralizante entre Cleopatra y Octavia (en tantos aspectos parecida, por ejemplo, a la oposición entre Carmen y Micaela en la ópera de Bizet) fuese más eficaz, se eliminan o distorsionan del perfil de la reina aquellos aspectos biográficos que, a ojos de la época, estorbarían a la hora de perfilarla como la perdición del hombre.

En primer lugar, y en consonancia con los parámetros que entonces servían para definir el único gran objetivo de la mayor parte de las mujeres, resultaba necesario omitir el matrimonio de Cleopatra y Marco Antonio y los hijos que tuvieron. Dado el poderoso significado social y moral que la boda y la maternidad mantenían a principios del siglo XX (factores casi exclusivos de medición del grado de realización personal y de respeto grupal de la mujer), no parece que éstos sean unos de tantos entre los muchos recortes que una narración artística necesita en aras de la economía dramática. Si el papel que Payen le concede a la generosa Octavia es servir de contraste con la protagonista y de referente de lo que una verdadera buena mujer hace y entrega, era necesario eliminar todo rasgo de Cleopatra que pudiese matizar los papeles. Octavia aparece enmarcada en una dulce tranquilidad hogareña que anunciaría lo que Marco Antonio podría tener si permanece junto a ella, en oposición al jolgorio arrabalero de taberna alejandrina (imposible no acordarse de la cueva de Lilas Pastia) que aparece en el siguiente cuadro. Su candor de novia contrasta con la densa voluptuosidad que impregna todas las apariciones de la reina. Su abnegación y total rendición a Marco Antonio, puestas de manifiesto cuando aún le desea felicidad en el momento en que él la abandona, realzan el cruel y explícito placer que experimenta la egipcia con el dolor de los que la aman. Octavia es la generosidad que sirve para acentuar el egoísmo demoledor de su oponente: cuando, en el tercer acto, la joven abandona valientemente Roma para convencer a Marco Antonio de que vuelva y recupere el perdón de los suyos, le está ofreciendo una paz que no sólo se refiere a la ausencia de enfrentamiento bélico, sino que, en otro plano, le traería la última posibilidad de no quemarse en el infierno interior al que Cleopatra va a arrastrarlo.

Y en esta compleja red de oposiciones hay una que las sobrevuela, contradiciendo el verdadero perfil del personaje histórico a fin de adecuarlo mejor a los esquemas de la mujer perversa de principios del XX. Nos referimos a una diferencia que en la época no era en absoluto inocente ni, desde luego, pasaba desapercibida: Octavia quiere ser la esposa, mientras que Cleopatra se ofrece como amante y, abiertamente, le dice a Marco Antonio que no piensa pedirle compromisos a cambio. Resulta significativo, por cierto, el doble juego de valencias que, por una parte califica negativamente la conducta de la protagonista (“ella ni conoce el nombre de los amantes a los que ha estrechado entre sus brazos”, masculla el triunviro a modo de insulto) y, por otra, la describe como lo irresistible y atractivo para Marco Antonio. Para poder pintar a Cleopatra como la lógica devoradora, la larga relación que mantuvo con el que fue su último esposo debía pintarse como una breve y precipitada aventura oriental: aludir a su boda o presentar a los mellizos Alejandro y Selene gateando por el escenario, hubiese entorpecido el retrato de una mujer que, obcecadamente, tenía que entrar en los esquemas de la femme fatale. No olvidemos que, en la época en la que se fraguan las armonías y las palabras de esta Cleopatra, occidente se prepara sin saberlo a uno de los temas difíciles de sus sociedades: por un lado se asiste al éxito profesional, aislado pero revelador, de ciertas pioneras, y por otro se insiste en buscar argumentos que lo desacrediten, alegando que estas mujeres se separan de su única y verdadera misión social, que no era otra que la de tener y criar a los niños. El terrible año 1914 será además una fecha clave para esta tensión: con el comienzo de la Guerra Mundial, muchas mujeres tendrán que salir de casa para ocupar los puestos vacíos de los hombres que han marchado al frente. Tras la contienda, numerosos gobiernos agradecerán el valioso papel desempeñado por sus ciudadanas, pero apresurándose a instaurar –con un torrente de fiestas nacionales y premios propagandísticos-, el papel de la madre que no sale del hogar como el perfil de la auténtica mujer digna de admiración. Definitivamente, no era oportuno mostrar que la reina que ambicionó juntar oriente y occidente fundó una gran familia y se ocupó, como una de sus tareas prioritarias, de educar a los herederos de tal proyecto.

Otra licencia que podría encerrar cierta relación con la propia contemporaneidad de los autores y el público de Cléopâtre, es la versión que Payen hace de la célebre costumbre que Cleopatra y Marco Antonio tenían de disfrazarse para amenizar sus amores. Esta colorida afición, que ha dado pie por sí sola a muy variadas obras sobre la reina alejandrina, ya aparece sutilmente evocada en la presentación que Spakos hace de su señora: “Venus-Cleopatra” no es una combinación de nombres que sólo aluda a la belleza y el magnetismo de la recién llegada, sino que hace referencia a la apariencia que, en sus juegos eróticos, la reina adoptaba ante su “Marte-Antonio”. Además de estas cabriolas escénicas, sabemos por los cronistas que a la pareja también le gustaba vestirse con las ropas de los mortales y, protegidos por el anonimato, gozar de la voluptuosidad de las noches de Alejandría. Aparte de que los autores decidieron no incluir a Marco Antonio en esta práctica del disfraz, la forma en que el cuadro de la taberna muestra a Cleopatra resulta más que significativa si pensamos en la época en que fue creada. Y es que, aunque son muchas las obras que aluden a su costumbre carnavalesca, son muy raras las que la visten con ropas de hombre. Si bien es cierto que el travestismo momentáneo es un frecuente recurso teatral, resulta muy excepcional en las puestas en escena sobre la soberana: se la viste de doncella de la reina, como encontramos en el Julio Cesare de Haendel, o de sensual y misteriosa bailarina, al modo en que Cottafavi nos la muestra en Las legiones de Cleopatra, pero rara vez de joven egipcio. No se nos escapa que ésta es una imagen que añade importantes cargas de tensión erótica a la escena y, con ella, al personaje. Ya de por sí subía el voltaje al mostrar, en un gran teatro de ópera, a una mujer que admira y desea con semejante voracidad el cuerpo de un efebo, como para además darle otra vuelta a la tuerca y vestirla de hombre a ella también. La electricidad sexual estaba asegurada, fuese cual fuese el planteamiento escénico. Si el papel del muchacho lo desempeñaba un hombre, el público podía contemplar a una mujer masculina que devoraba con sus comentarios cada movimiento del torso desnudo de un escultural bailarín. Pero si el papel lo interpretaba una bailarina, como sucedió por ejemplo en el propio estreno en Monte-Carlo, el cuadro de la taberna se convertía en la nada insípida escena de deseo entre dos mujeres vestidas de hombre.

Pero, dejando a un lado las posibilidades escenográficas de estas combinaciones, no debemos olvidar quiénes eran las que, en el imaginario colectivo del XIX y principios del XX, “se vestían de hombre”. Cuando Massenet y Payen trabajaban en esta ópera no hacía tanto tiempo que en Francia se había acuñado el término “georsandistas” para referirse a aquéllas mujeres (literatas, sobre todo) que siguieron el ejemplo de la escritora parisina y salieron del hogar para presentar su obra y asistir a las tertulias artísticas. Aunque Cléopâtre se estrenó casi cuarenta años después de la muerte de George Sand, lo cierto es que la escandalosa impronta de ésta, así como la inmediata marca de vestirse de hombre para acomodarse a su nuevo y revolucionario estilo de vida, seguía siendo la primera referencia, tanto para las que intentaban imitarla como para los que señalaban tal conducta con recelo. Que la Cleopatra de Payen y Massenet presente esta significativa mezcla de los rasgos propios de la femme fatale y las marcas más anecdóticas pero visibles de la mujer independiente y creadora, delata, como poco, la asociación –identificación, casi podríamos decir- que la época hacía entre ambas. Parece pues que esos “deseos crueles” que Octavia ve en su rival, casaban, según los artífices de esta ópera con la imagen de las mujeres que salían a los cafés de París con pantalones y chaqueta. Enfundada en la túnica de un joven egipcio, la Cleopatra fatal se viste de inquietante mujer moderna para recibir al siglo XX.


La hora más dulce: “Cléopâtre n’est plus”

Entre los rasgos que los artistas de esta obra inventaron para su peligrosa heroína, el más importante puede ser esa sed de sufrimiento ajeno que proclama Cleopatra. La princesa que luchó por gobernar en solitario, la reina que quiso resucitar el proyecto de su antepasado espiritual Alejandro Magno, la primera de toda una dinastía en aprender el idioma de su pueblo para no ser una monarca intrusa, es traducida en esta obra como una tirana que sólo halla ternura y emoción con el dolor de los que la aman. Si la función narrativa de Octavia era realzar lo mucho que la soberana se separa de “la mujer natural”, la misión de Spakos es mostrar cómo funciona el corazón y el deseo de la protagonista: “¡Vamos, insúltame! ¡Tus ojos son mucho más bellos cuando el furor te enloquece!”, es la cruel frase con que Cleopatra provoca, divertida ante el profundo dolor del enamorado Spakos.

Desde luego, no podemos decir que los autores dejen fisuras sobre el espíritu de la gran lágida: si aún teníamos dudas, el episodio del esclavo sacrificado a la muerte a cambio de una dulce mirada de su señora -estampa cuyo crimen se vuelve aún más atroz al ser contado con la voluptuosidad y la suavidad de la más bella canción de amor- nos confirma que esta Cleopatra es un monstruo enloquecido. Sin embargo su retrato dista mucho de la caracterización fácil: de hecho, la capacidad de destrucción que encierra este personaje es mucho más peligrosa y real en tanto sus palabras y sonidos lo perfilaron, magistralmente, con una terrible ambigüedad de dulzor y sadismo. El juego de dobleces y cambios de marcha con que Cleopatra envuelve sus intervenciones, todavía nos hace preguntar, junto al enfebrecido Marco Antonio, si hay o no verdad en sus cartas y sus besos. El peligro de este demonio es que, aún prevenidos de su maldad, nos lleva a dudar una y otra vez de la naturaleza de sus sentimientos. Y quizás el interés último de presentar a la gran reina del Nilo como esta vampiresa sin corazón, era poder mostrar su arrepentimiento y su justo castigo. Bastaba con contar su vida como una truculenta sucesión de maldades, porque, en lo concerniente al episodio final, la propia Cleopatra VII se encargó de diseñar una estampa teatral que diese que hablar por los siglos de los siglos: como si supiese que iba a figurar entre los grandes personajes femeninos de la lírica de finales del XIX y principios del XX, la última reina del Egipto faraónico acaba muriendo en una combinación única de dolor, decadencia, misterio y solemnidad.

En las páginas de esta ópera, la primera vez que la reina egipcia contesta a Marco Antonio, tras su voluptuosa entrada en el campamento de Tarso, pronuncia una extraña frase de presentación: “Cleopatra ya no está, dejó de existir, ha muerto” podríamos entender por su “Cléopâtre n’est plus”. En la habilidad persuasiva de desarmar a su adversario diciéndole lo que quiere oír, la heroína de Massenet incluye la promesa de su propio fin como parte de la ofrenda. Y la forma de venderlo no es inocente: la desaparición de la reina, de la poderosa Cleopatra, dará lugar a otro ser distinto. ¿A quién? A “una mujer”. Aunque en el bullicio del primer acto esta frase pasa desapercibida, su significado profundo puede encerrar muchos más matices que la simple intención de presentarse como “una mujer corriente”. El propio curso de la narración va trazando una sutil línea que marca la transición de su protagonista, desde el fatal talante destructivo hasta su conversión en una mujer que ama y llora. De hecho, esa desconcertante frase de presentación podría anunciarnos un mensaje que no cobraría sentido completo hasta el último acto cuando, efectivamente, Cleopatra asiste a su propia desaparición al tiempo que despierta al amor sincero.

Hasta este punto, la conspiración entre música y texto nos había mantenido intrigados, sin dejarnos saber la verdad del personaje. Algo nos inquietaba en cada una de sus intervenciones: desconfiábamos del tono adulador y aparentemente sumiso con que se presentó ante Antonio, pero un poco más adelante, nos resistíamos a ver falsedad en las bellas cartas de amor que le envió. Pero es en el estremecedor retrato de la muerte de la protagonista dónde esta obra alcanza su verdadera cima. La suavidad dolorosa de la despedida, la amargura de la derrota y la sinceridad del miedo de la reina ante su propio fin, dejan que, por primera vez, Cleopatra se revista aquí de una profunda humanidad. El telón de fondo sigue siendo atroz porque, en su fascinación por el dolor ajeno, la reina no ha llegado a amar a Marco Antonio hasta que éste ha sido totalmente destruido. Pero aún así, el episodio de la confesión amorosa y del suicidio es de un lirismo estremecedor. Con el referente cercano de la bellísima recreación que Berlioz hizo del último aliento de la egipcia, Payen y Massenet trazan unas conmovedoras páginas de arrepentimiento, perdón y temor ante la muerte que poco tienen que ver, ahora sí, con el final estereotipado de una devoradora de hombres. Cumpliendo la promesa con la que entró en escena, la llama de Cleopatra se extingue justo en el momento en que el amor la convierte en una mujer.

“No hace falta morir”, había dicho la cínica protagonista de esta ópera cuando, al final del segundo acto, todavía era la terrible Cleopatra. “Tranquila, ya falta poco” le responderán los nuevos tiempos que, aguardando tras el umbral de 1914, podrán contar su historia dejando que la mujer que siente y ama exista aún mientras la reina vive.















Carmen
Seducción, libertad y muerte.
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Laia Falcón

Cuenta la leyenda que la noche del 3 de junio de 1875 Bizet moría en Montmartre... en el mismo instante en que la primadonna que interpretaba a Carmen en la Opéra-Comique lanzaba un grito de pavor tras entonar la palabra “mort”, al final del premonitorio terceto de las cartas. Era la función trigésimo tercera de una polémica ópera que, tres meses después del estreno, no parecía recibir más que una fría acogida del público y severas críticas por su supuesta amoralidad. Y es que Bizet, autor de la ópera más escuchada desde que teatro y música se unieron, murió antes de poder ver lo que la rebelde Carmen conseguiría, no sólo en la historia de la música, sino en el reducido marco de los mitos universales.

Un desafío necesario, dentro y fuera de la ficción

Carmen es la historia de una mujer que clama por su libertad, rebelándose contra los férreos corsés de siglos de represión femenina. Y ésta no es una lucha que se limite a la mera anécdota argumental, sino que traspasa incluso la barrera de la ficción para hacer frente a empresarios, público e incluso artistas que aún no estaban preparados para entender a un personaje tan moderno: Carmen no es sólo la gitana que provoca, seduce y decide a quién querer y a quién no; no es sólo quien rechaza a don José aún sabiendo que llama así a la muerte...Carmen, además, se niega a quedar convertida en una de tantas heroínas de la tradición romántica y consigue abrirse camino en la galería de los grandes símbolos universales, junto a Don Juan, Hamlet o Fausto, como un personaje que pelea con los hombres de carne y hueso para ocupar un espacio que estaba vacío.

Cuando Mèrimèe publicó su breve novela en 1845, Carmen aparecía como un ejemplo más de esas nuevas figuras femeninas que la literatura estaba descubriendo: como la Manon Lescaut que Prévost había presentado la década anterior , Carmen es irresistible, y ama abiertamente a quien quiere...aunque siempre dentro de los marginales y censurables ámbitos de la indecencia y el delito. No eran mujeres libres que consiguen la felicidad, sino descarriadas caprichosas que terminan ejemplarmente castigadas por sus propios creadores con la muerte. No es de extrañar que los empresarios de la sala Favart, local acostumbrado a obras ligeras y amables que entretenían a las familias burguesas de París, pusieran el grito en el cielo cuando Bizet les anunciara que había escogido la historia de la cigarrera para su próxima obra cómica de encargo. ¿Adulterio, contrabando y asesinatos pasionales en la Opéra-Comique? Trataron de que el compositor y sus libretistas aligeraran el argumento y los rasgos de su protagonista, pidieron que se sustituyese el final por algo menos trágico y uno de ellos acabó abandonando su cargo en el teatro para no estar presente en el escándalo que supondría su estreno.

Quizás el propio Bizet, buen conocedor de los gustos tranquilos del público de esta obra de encargo, pensó en un principio que la historia podía pasar por una comedia folklórica... pero a medida que trabajaba la obra, la fuerza de Carmen descartaba un género ligero y demandaba un dramatismo nuevo. El personaje se rebelaba incluso de los trazos dados por Mèrimèe y cobraba una dimensión más completa, en la que ya no tenía que ser una oscura criminal para querer defender su libertad en el amor: le bastaba con ser una mujer distinta. Había pasado de ser un atractivo pero lejano personaje que vive peligrosamente, a asentarse como un símbolo de reivindicación.

Narrar con música

El dramatismo, la sensualidad y la recreación folclórica que Bizet buscó en la ambientación musical de Carmen, basados en un atractivo despliegue de melodías y ritmos, convierte la audición de esta ópera en una experiencia que entusiasma siempre. Bizet construye ambientaciones musicales de escenas populares y cotidianas (como encontramos en los retratos callejeros de Sevilla, los coros infantiles, la velada en la taberna o los preámbulos a la fiesta taurina) y dentro de ese marco desenfadado va modelando la narración mediante la reiteración de los temas principales de la obra: el tema del destino de Carmen, la seducción de la habanera, o la canción del toreador adquieren una función simbólica que nos recuerda, apareciendo y desapareciendo como un narrador, el perfil sensual, trágico y libre de la protagonista.

Carmen está compuesta por una obertura y cuatro actos, en los que se desarrollan veintisiete números en una cuidada alternancia de lo cómico y lo trágico. De hecho, si escuchamos con atención los pasajes más dramáticos, comprobamos que adquieren la garra, en parte, por el contraste y la preparación que reciben de los fragmentos más ligeros.

El carácter psicológico de los personajes viene definido por sus colores vocales, por el tratamiento musical de sus intervenciones y por los instrumentos orquestales a los que van asociados. El papel de Carmen, que requiere la voz de cuerpo grave y sensual de una mezzosoprano, viene presentado por Bizet a través de piezas de talante popular (“habanera”, “seguidilla”, “copla” en vez de las “arias” comunes de una ópera) y aparece asociada al sonido sensual de la flauta o de la percusión folclórica: como ejemplo, los amantes de esta ópera recuerdan la discusión de los enamorados en el segundo acto, cuando la duda de don José entre quedarse con Carmen o volver con los demás militares aparece representada instrumentalmente mediante un duelo entre las castañuelas de la gitana y las trompetas que llaman a filas.


Algunas versiones inolvidables

1959. De los Angeles, Gedda, Micheau, Blanc. Orquesta de la Radiodifusión francesa dirigida por Beecham. EMI.
1964. Callas, Gedda, Guiot, Massard. Orquesta de la Ópera de París dirigida por Prétre. EMI.
1977. Berganza, Domingo, Cotrubas, Milnes. Orquesta Sinfónica de Londres dirigida por Abbado. Deutche Grammophon.

Curiosidades

Pese a la fría acogida inicial, pronto el éxito se hizo universal y 6 años después de su estreno ya se había presentado en 15 ciudades de Europa, América y Asia. Bizet murió entristecido por el fracaso de su gran obra, pero poco tiempo después ésta alcanzó un éxito hasta entonces jamás conocido.
En 1907, la expectación por su estreno en el teatro de Sao Paulo desbordó al público, que se enzarzó en un trágica batalla en las taquillas para conseguir entradas que acabó con varias muertes.
Aunque los libretistas recortaron los rasgos más delictivos de la Carmen de Mèrimèe, desde el estreno de la ópera se prohibió la entrada a las salas a los menores de edad por el escandaloso y amoral carácter de su protagonista.
La obra estaba planeada originalmente como una opéra-comique y, por tanto, alterna las piezas cantadas con diálogos hablados. Cuando Carmen empezó a conquistar al público y su relevancia y dramatismo la aproximaban ya a la concepción tradicional de grand-opéra, estos diálogos fueron sustituidos por unos recitativos compuestos por Giraud, amigo de Bizet, que prevalecieron como la versión más aceptada durante varias décadas. En 1949 la Opera Cómica de Berlín rescató la composición original de Bizet, que se mantiene hoy como la preferida en casi todos los teatros y grabaciones del mundo.
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Laia Falcón por Alphonse Normandia

Vínculo a estudio del cómic donde A.N. es citado

Del libro "El lenguaje de los cómics" de Ramón Gubern













 AUDIO







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PRÓXIMOS CONCIERTOS


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Programa: Obras de Händel, Beethoven y Schostakowitsch para soprano, volín, violonchelo y piano

Fecha: 9 de Noviembre, a las 19 horas
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Lugar:
Ateneo científico, literario y artístico de Madrid.
--------.--Calle Prado,21. Tfno 91 429 17 50.
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Programa: Lied del siglo veinte.
Fecha: 27 de Enero 2008
Lugar: Ateneo de Madrid.
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Programa: Retratos de mujeres
Fecha: 6 julio de 2008
Lugar: Ateneo de Madrid
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Programas y conciertos realizados

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Programa: Stabat Mater de Pergolesi, versión de cámara.
Fecha: 6 de diciembre de 2004
Lugar: Fondation Dano
ise, Cité Universitaire, París.


Programa: Elegy upon the death of Queen Mary de Purcell y Stabat Mater de Pergolesi, versión de cámara.
Fecha: 19 de enero de 2005
Lugar: Colegio de España, Cité Universitaire, París

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Programa: recital de Música Española en homenaje al 25º aniversario de la sección española del Lycée International de París.
Fecha:24 de marzo de 2005
Lugar: Lycée International , París.

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Programa: audición

Fecha: 15 de mayo de 2005
Lugar: Teatro Real, Madrid.

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Programa: recital de cámara con obras de Mozart, Liszt, Roussel.
Fecha: 4 y 5 de abril de 2005
Lugar: Maison Suedoise y Fondation Danoise, Cité Universitaire, París.
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Programa: arias de ópera y zarzuela, recital benéfico para la residencia hospitalaria Virgen del Pilar.
Fecha: 14 de mayo de 2005
Lugar: Residencia Virgen del Pilar, Madrid.

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Programa: grabación de los dúos para soprano y flauta de Roussel para la radio danesa RD.
Fecha: 19 de mayo de 2005.
Lugar: Iglesia Danesa de París.
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Programa: obras de Mozart, participación como alumna activa en la clase magistral de la soprano Barbara Bonney.
Fecha: 20 de mayo de 2005
Lugar: Théâtre du Châtelet, París.
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Programa: recital lírico para el encuentro anual de la Asociación Internacional de Jóvenes Amigos de la Ópera (JUVENILIA)
Fecha: 28 de mayo de 2005
Lugar:Sala Gold del Palais Garnier, Paris.

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Programa: obras de Mozart y Turina.
Fecha: 25 de junio de 2005.
Lugar:Villa de Pauline Viardot, Bourgival, París.

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Programa: recital con obras de Mozart, Puccini, Dvorak, Falla y Turina.
Fecha: 2 de septiembre de 2005.
Lugar: Auditorio del Monasterio de los Passionisti, Monte Argentario. Italia.
Vídeo.
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Programa: arias y dúos de Mozart.
Fecha: 16 de septiembre de 2005.
Lugar: Atrium del Muziktheatre, Amsterdam.

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Programa: canciones de Falla, como participación del recital colectivo ofrecido en la Villa de Pauline Viardot con motivo de la celebración nacional de los días del Patrimonio.
Fecha:17 de septiembre de 2005
Lugar: Villa de Pauline Viardot, Bourgival, París.

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Programa: recital de cámara en homenaje al 60º aniversario del Casal de Catalunya de París. Fecha: 20 de noviembre de 2005
Lugar: Colegio de España, Cité Universitaire, París.
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Programa: recital de cámara con obras de Händel, Roussel y Martin.
Fecha: 4 de diciembre de 2005
Lugar: Iglesia Danesa de París.

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Programa: obras de Mozart, Grieg, Turina y Weill, participación en el recital colectivo de nuevo año del festival CIMA.
Fecha: 1 de enero de 2006
Lugar:Porto Ercole, Italia.

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Programa: arias de ópera y zarzuela, recital benéfico para la Residencia Hospitalaria Virgen del Pilar.
Fecha:29 de enero 2006
Lugar: Residencia Hospitalaria Virgen del Pilar, Madrid.

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Programa: arias de ópera y zarzuela, recital ofrecido con motivo del tercer aniversario de los conciertos del festival CIMA.

Fecha:12 de abril 2006
Lugar: Monte Argentario, Italia.

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Programa: concierto en apoyo a la investigación contra del cáncer a beneficio del Instituto Curie. Recital con obras de Mozart, Grieg, Rachmaninov, Turina y Rodrigo.
Fecha:27 de abril 2006
Lugar: Auditorio de L’École Normale Superieur de Paris.

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Programa: “Il y a une chanson qui en parle”, recital con obras de Mozart, Grieg, Falla, Turina y Weill.
Fecha:4 de mayo 2006.
Lugar: Colegio de España, París.
Programa: Lieder de Mozart y los estrenos absolutos de dos composiciones.
Fecha;:Martes,28 de noviembre de 2006.
Lugar: Fundación Carlos de Amberes. Madrid.


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Programa:PRIX JEUNES TALENTS 2006. "Au revoir tristesse" para voz, clarinete y piano. Mozart, Spohr y Schubert.
Fecha: 5 de abril de 2007.
Lugar: Colegio de España. París.
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Programa: WERKSTATTKONZERT. "Youkali". Voz y piano. Kurt Weil.
Fecha: 24 de agosto de 2007.
Lugar: Liedertafel. Salzburg.
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Programa: WERKSTATTKONZERT. Exultate jubilate - "Hallelujah". Mozart.
Fecha: 25 de agosto de 2007
Lugar: Liedertafel. Salzburg.
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Programa: "Je veux vivre". Arias de ópera. Soprano y piano

Fecha: 29 de Septiembre, a las 22 horas.

Lugar: Teatro. Olías del Rey. Toledo. Castilla - La Mancha

La Cadena SER de radio. Oscar García, narrador



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Laia Falcón ENGLISH BIOGRAPHY

ENGLISH 
BIOGRAPHY

Awarded as Best Singer at the Salzburg Mozarteum Sommerakademie Competition 2010, Laia Falcón has performed as soloist in music venues as the "Toscanini Hall" at the Teatro alla Scala in Milan, Mozarteum’s Grosser Saal of Salzburg Festspiele, Le Grand Foyer at Palais Garnier de Paris, Biennale di Venezia, DeSingel Antwerpen, Teatro Real de Madrid, Teatro Sao Carlos de Lisboa, Auditorio Nacional de Madrid or Teatro Maestranza de Sevilla, together with conductors, stage directors, performers and composers such as Mikael Eliassen, Hansjörg Schellenberger, Ralf Gothoni, Wolfram Christ, David Hermann, Titus Engel, Ros Marbá, Salvador Brotons, Juan J. Olives, Fabián Panisello or David del Puerto.

In 2017 she has performed at Teatro Real de Madrid the leading role “Lady of the dream” in the world première of La ciudad de las mentiras, by composer Elena Mendoza, one of the last projects commissioned by Gerard Mortier. In 2013 she performed the soloist part in the world première of “Al crepito del sole” by Adriano Guarnieri at the Biennale di Venezia. In May 2010 she performed the leading role of Carmen in the world premièreof Carmen Replay, a production of Teatro Real de Madrid commissioned to the National Prize of Composition winner David del Puerto. After that production, Ms. Falcón was chosen by the composer for the leading role in the world première of his new opera Vacaguaré in 2013, commanded by the Ópera de Tenerife Festival and Giancarlo Del Monaco.

In 2015 Laia Falcón appears as Desdemona in the operatic film Otello 1887, produced by Dominique Gonzalez-Foerster and included in the retrospective exhibition dedicated to the artist at Centre Pompidou de Paris. 

Her participation as soloists in several CDs includes pieces from Baroque and Classic repertoire with composers like Pergolesi and Haydn under the direction of Hansjörg Schellenberger. She also plunges into contemporary pieces like in the first recording of Carmen replay by David del Puerto (ALCH estudio) or Canciones de Sílvia by Fabian Panisello (Columna Música 2017).

After obtaining a Master of Piano at the Conservatorio Superior in Salamanca, Ms. Falcón studied singing with Tom Krause, and completed her training enjoyed the advices of some important performers such as Mikael Eliasen, Barbara Bonney, Helen Donath, Edith Mathis, Reri Grist, Norman Shetler, Jeff Cohen or Ralf Gothóni.

Ms. Falcón holds a PhD in Art Sociology(Université Paris-Sorbonne) and a PhD in AudiovisualCommunication (Universidad Complutense, Madrid). Since 2006, she teaches Scenic Music, Character Creation and Cinematographic Direction at Universidad Complutense in Madrid.

In 2014 Laia Falcón came to light her book “The Opera. Voice, Emotion and Character” printed by Alianza Editorial, one of the most important publishing houses in Spanish language.


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Laia Falcón, doctora en Ciencias Sociales por la Sorbona y en Comunicación Audiovisual cor la Complutense, es soprano, actriz, autora del libro "La Ópera" en Alianza Editorial. Su curriculum, enlaces a audios, vídeos, opiniones de autoridades y alumnos, publicaciones, investigaciones, ... en https://laiafalcon.blogspot.com/

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