Lucrecia 1946: la canción de lo irreparable
Laia Falcón
Cuando el dos de septiembre de 1945 se daba por finalizada esa atroz matanza universal que le rompió el alma al planeta, medio mundo se miraba al espejo sin saber qué pensar. "¿Cómo es posible?" Cerca de sesenta millones de muertos. Países de cinco continentes contemplando exhaustos las heridas de sus ciudades, rotas y desangradas. Naciones enteras aún resquebrajadas de dolor, tras haber sido tomadas a la fuerza, usadas y obligadas a aceptar signos, himnos y lemas impuestos a punta de pistola, miedo y hambre. El rostro de lo perdido, el insoportable recuerdo de lo visto y el asco tortuoso ante lo cometido carcomían las entrañas de millones y millones de personas.
Y en medio de este tristísimo elenco de seres golpeados de por vida, muchos miraban a la Historia y, horrorizados, se preguntaban: "¿Es esto todo?".
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El horror en formato de cámara
¿Cómo es posible?... ¿Es esto todo?, se preguntan en esta ópera, con el corazón roto, quienes querían a Lucretia y acaban de verla morir.
Tejida en torno a la tragedia de la joven romana víctima de una de las violaciones más recordadas de la Historia, la primera ópera que Britten compuso tras la Segunda Guerra Mundial reflexiona acerca de inquietantes piezas del puzzle humano. Piezas como la vulnerabilidad del candor y la inocencia, el tirano abuso de la autoridad, el miedo al fin de la esperanza o la monstruosa cercanía que algunos son capaces de establecer entre la devoción por la belleza y el voraz deseo de destrucción. Cuando el autor recibió el encargo de escribir una ópera para la edición de 1946 del festival de Glyndebourne, la memoria reciente del mundo estaba ocupada por el infinito álbum de los atroces recuerdos individuales de los años anteriores. Imposible que un compositor como Britten, tan tenaz en su condena de la guerra y en su convencimiento de que el arte es un privilegiado vehículo para hablar de lo importante, no atendiese a esa dolorosa mezcla de rabia y estupor ante lo vivido. Imposible que no se sumase a ese esfuerzo con que muchos trataban de entender hasta dónde había sido capaz de llegar la especie, tanto en su dolor como en su capacidad de maltratar la vida. "Intentamos reflejar la tragedia humana a través de la canción", explica el coro de The Rape of Lucretia poco antes de que caiga el telón, en un luminoso y necesario esfuerzo por mantenerse en pie tras el drama de la joven herida y humillada. Es difícil entonces separar lo que nos ha sido narrado acerca de esta mujer rota, salvajemente privada de lo que le daba ganas de vivir, de las heridas que entonces sufría el siglo XX, una era convaleciente tras la mayor y más cruenta violación hasta entonces sufrida por la Humanidad. Con el mismo acierto con que Britten logró su primera ópera de cámara con un universo condensado en seis personajes, una pareja de voces a modo de coro y una orquesta de doce instrumentistas, The Rape of Lucrecia ofrece un retrato de la tragedia mundial contemplada a escala de una noche y una alcoba. El horror –irreparable, abominable- en versión de cámara.
El bellísimo libreto que Ronald Duncan escribió, en inquebrantable colaboración con el compositor, tomaba como fuente directa Le viol de Lucrèce, pieza estrenada por el dramaturgo francés André Obey en 1931 e inspirada, a su vez, en el célebre poema de William Shakespeare. La protagonista era Lucrecia de Colatino, aquella joven romana del siglo VI a. C que se convertiría en una de las pocas damas de la Antigüedad admirada por los historiadores y artistas clásicos en su honestidad y nobleza. De acuerdo a la crónica de Tito-Livio, su dolor se escogió como estandarte de la rectitud y símbolo por excelencia de la lucha contra la monarquía etrusca y el nacimiento de la Roma de los cónsules. Por desgracia, la historia de su iconografía señala que esta aplastante devoción no fue suficiente para blindar su recuerdo contra el juicio de aquellos para los que toda mujer era portadora del pecado y la debilidad: la cruel faz sexual del crimen cometido por Tarquino Sexto en el lecho de Lucrecia parecía bastar para que, siglos después, algunos pusiesen en duda la violencia denunciada y acusasen a la dueña de la cama de haber vivido una noche de placer y no un ataque bajo amenaza de muerte. Así, ya fuera desde la dureza de los argumentos de San Agustín, ya con el grotesco desenfado de los que osaron hacer chistes sobre la irresistible belleza de la violada, no faltaron voces para el algo habrá hecho. Como triste ilustración de la reacción que a menudo responde a los crímenes sexuales, éste se convirtió en un debate multitudinario y eterno, reabierto una vez más tras la presentación de esta ópera. Porque si el perfil compuesto por Shakespeare -referencia clave del personaje de Britten y Duncan, aún más presente si cabe en la Inglaterra de su estreno- reforzaba a la heroína como rostro de denuncia contra el abuso, algunos encontraron ambiguos trazos de duda en la recreación de 1946.
Efectivamente, si el poema de Shakespeare componía uno de los más conmovedores y rotundos ataques a la violencia contra las lucrecias del mundo ("no tengáis a falta en las pobres mujeres el que sean tan mancilladas por los abusos de los hombres"), ciertos críticos encontraban en los versos de Duncan desconcertantes grietas para la ambigüedad interpretativa. Shakespeare niega la menor concesión a esa duda sobre la pureza y honestidad que muchos plantean, convencidos de que no hay mujer capaz de reunir fidelidad y radiante voluptuosidad del modo en que Lucrecia quiso hacerlo. No concede el mínimo margen a quien pretenda deslizar que una secreta invitación debía albergar la víctima hacia el criminal. Y, sobre todo, no permite que se vea culpa en el hecho de que, paralizada de miedo ante la amenaza de muerte y calumnia, la atacada no fuese capaz de impedir el ultraje: "un terror mortal se esparció por todo su cuerpo", explica Shakespeare recordando a esa Lucrecia acosada por la espada del príncipe intruso, "¿y quién no puede abusar de un cuerpo difunto?". Frente a esta claridad inequívoca que componía el retrato referencial del personaje, algunos encontraron en la obra de Britten importantes fisuras en la entereza de la protagonista. Pese a la rotundidad del discurso musical, del propio título escogido y del significativo paralelismo establecido por el coro entre la tragedia de Lucretia y el sufrimiento de Cristo y la Humanidad, algunos encontraron un relevante espacio de duda en ciertos fragmentos de los versos de Duncan donde la violencia parecería ser sustituida por una escena de seducción: en contraste con la crónica de Tito-Livio, las palabras de los personajes no dan aquí noticia alguna de la espada de Tarquinius, y la amenaza de muerte previa a la violación es trocada por un dulcísimo beso, robado a la Lucretia durmiente con la ternura de un enamorado. No faltaron así quienes leyeran el encuentro como la unión de dos seres que se quieren en secreto, la lucha de la protagonista como un combate contra su propio deseo ("en la selva de mis sueños siempre has sido el tigre") y el suicidio, entonces, como un consecuente castigo a su imperdonable culpa.
Sin embargo, les pasaban quizás desapercibidos a estos lectores otros significativos fragmentos del libreto. Porque si los versos de Duncan no dan rastro de la explícita amenaza mortal recogida por la crónica histórica, sí resultan especialmente certeros en el retrato del repertorio usado por la larga y amarga tradición del abuso a puerta entornada: esa asentada y tolerada lista de argumentos esgrimidos contra la súplica de las buenas noches de quienes dijeron que no y, sin embargo, vieron su lecho y su cuerpo convertidos en campos de guerra. "Las buenas costumbres exigen lo que la prudencia rechazaría", lamenta el coro femenino poco antes de que el peligroso huésped despliegue contra su señora toda la artillería que, durante siglos, ha precedido a los crímenes encubiertos del sexo impuesto: "una belleza así nunca es casta", "si no se la disfruta, es un desperdicio", "en tus ojos veo el deseo, ¿puedes negar la súplica de tu sangre?", avanza Tarquinius, imparable en su firme propósito de invadir a Lucretia, una mujer a la que cree amar de un modo insoportable, pero –y el texto es muy claro en esto- cuyas negativas y súplicas ignora sin contemplaciones. Y así llega Tarquinius a aplastar de un manotazo el último no de la dama, disparando el que fuera, durante siglos, incontestable alegato biológico del no retorno: "¡demasiado tarde, Lucretia, ya es demasiado tarde!". Hasta aquí ha subido y, con la misma fiereza imparable con que su caballo rompió las aguas dormidas, nada lo hará retroceder sin antes entrar y llevarse la paz de entre sus muslos, escribe el libreto ante el pavor de Lucrecia y las súplicas de ese coro que se sitúa entre la terrible escena y nosotros mismos.
Y Lucretia, que siempre hasta ahora se supo bien amada, amanece sabiendo que no podrá ya soportar el desgarro y la sombra que acaba de invadir su universo. Lo sucedido es del todo irreparable, y jamás podrá ser olvidado. En ella, que se construyó a sí misma como representante del amor bien hecho –"indivisible", lo llama- no es posible tolerar la salvaje separación de cuerpo y alma a la que ha sido forzada. Ni siquiera aunque ha sido otro quien rasgó tal tesoro sin su permiso, puede Lucretia vivir con la sensación de que la perfección que adoraba y que le daba nombre está hecha añicos. Quien hasta ahora envolvió su deseo tejiendo un hogar de preciosos lienzos, siempre limpios y pulcramente doblados, custodiada por sus siervas y amigas la Luz y la Blancura, no soporta la vergüenza, la deshonra y la culpa de traición que ahora la invade, odiándose a sí misma por no haber podido evitar lo sucedido. Por no haber podido salvar lo que de Lucretia había en Lucretia.
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El epílogo a la noche
Pero, y a los supervivientes, a los testigos de lo irreparable, ¿qué les queda después?
En esa inmensa galería de retratos que compuso durante siglos la memoria de la casta Lucrecia, había un acuerdo casi total en homenajear su muerte como el capítulo que movilizó la rebelión de toda una sociedad, oprimida bajo una sombría y decadente dinastía de gobernantes intrusos. Es un final bello en cierto modo, pero Britten quiso afinar muy bien la dirección de esta solemne y repetida cadencia y, aunque no estaba previsto en el primer esquema planteado por Duncan, encontró necesario incorporar un epílogo diferente a la muerte de Lucretia. Para cerrar el círculo, la palabra vuelve entonces a ese brillante coro ideado por Obey, ese testigo de dos rostros que ha sido a la vez narrador, delator de la verdad interior de los personajes y conciencia contemporánea de esta escena aparentemente aislada y lejana. Convertido ahora en la voz de la Historia humana, exhausto y aterrado ante lo que sus ojos han visto, el coro femenino pone palabras a esa pesante pregunta que tantos se hacían en 1946: "Todo este sufrimiento y dolor, ¿han sido en vano?". Britten y Duncan habían nacido sorteando las explosiones y el miedo de la Primera Guerra Mundial, aquel atroz capítulo que jamás debía repetirse. No es de extrañar que ahora, en la tercera década de sus vidas, atendiesen a ese profundo estado de rabia y desolación que invadía al planeta tras constatar que no sólo el terror se había repetido, sino que además había vuelto más poderoso y brutal aún. Aquello que debía haber sido protegido necesitaba de algo mucho más complejo que victorias militares y hazañas bélicas. Algo mucho más ambicioso y difícil todavía que derrocar a los tarquinos… porque también anida entre las filas de los propios romanos, si nos permitimos seguir con la metáfora que esta obra propone.
The Rape of Lucretia dibuja una amarga descripción del verdadero trato que la virtud y la belleza reciben entre nosotros. Entre todos, sea cual sea el color del uniforme. Porque si esa Roma maltratada podía recordar a quienes acababan de vivir la reciente invasión de sus tierras y vidas -sometida bajo el yugo de una peligrosa estirpe que dice adorar la belleza a la vez que asesina y destruye vorazmente a su paso-, no es éste el retrato simple e irreal de un bando político limpio y puro que defiende su nobleza frente a otro, tirano y depravado. Desde luego que el estreno, en una Inglaterra instalada en tan difícil victoria, estaba envuelto en notorias señales contra el rostro del régimen enemigo recién derrotado: la partitura estaba dedicada al músico y escritor Edwin Stein, exiliado en Londres tras la invasión de Austria, y el propio festival de Glindebourne contó en sus cimientos con Fritz Busch y Carl Ebert, huidos de Alemania, como directores de orquesta y producción. No obstante, el retrato de Britten y Duncan desvela una capa de lo humano que se encuentra, desgraciadamente, en un territorio aún más profundo y extendido que el que puedan diferenciar las banderas y los apellidos. De hecho, uno de los aspectos más conmovedores e impactantes de esta obra se encuentra quizás en la crudeza con que reflexiona, en términos universales, sobre la amarga doblez del ser humano: esa peligrosa naturaleza que permite abominables reuniones de opuestos en un mismo ser, tales como la de Tarquinius, que se reconoce presa de un amor sincero e imparable y aún así es capaz de destrozar todo lo que construye esa belleza que adora… pero también la del cínico Junius, que jura venganza, envuelto en luto de amigo, cuando en realidad es quien envenenó la voluntad del criminal con su odio y sus celos. He ahí una de las peores dimensiones de esa tragedia humana a la que esta obra dedica su canto: que esa luminosa virtud, aplaudida al unísono cuando queda lejos, en realidad es odiada en secreto por todos aquellos que no soportan medirse con ella cuando está cerca. "¡Lucretia, Lucretia… estoy harto del nombre!", vimos escupir a Junius en el primer acto de esta ópera, en uno de los retratos más sinceros y tristes que hasta entonces había hecho el arte a propósito de la joven romana. Sin la protección de la lejanía y en la cruda intimidad de las propias miserias y carencias, ¿hasta dónde alcanza nuestra admiración por la belleza y el candor? Cuando no nos queda otro remedio que saber de nuestras desgracias y renuncias, ¿cuánta felicidad y excelencia ajena somos capaces de celebrar? "Su virtud es la medida de mi vergüenza", mascullaba entonces el romano, tan sólo unas horas antes de que el crimen que él mismo va a instigar le dé la oportunidad de llorar públicamente a la víctima y movilizar a la ciudad para derrocar a los etruscos.
No, aquello que, una y otra vez, ataca a lo que Lucretia significa no es un peligro que se pueda derrotar tan sólo con la victoria política sobre los tarquinos. Si el mundo no quiere ver cómo se repite la tragedia una vez más, tendrá que creer en lo importante y defenderlo mucho mejor. En The Rape of Lucretia Britten apela a la urgencia universal de proteger la inocencia y la vida de los abusos de la guerra y la destrucción, fiel a esa constancia con que había comparecido en 1942 ante un tribunal como objetor de conciencia -explicitando su difícil posición pacifista y rechazando cómodos arreglos simbólicos para con el ejército- y al espíritu que dos décadas más adelante demostraría en obras como el War Requiem, escrita para un solista de cada bando, o en Voices for Today, dedicada al vigésimo aniversario de las Naciones Unidas. Y así, enlazando con la esperanza universal de salvación, contenida en esa orientación cristiana que casi enmarca la historia de Lucretia con el halo del oratorio, un luminoso mensaje de profunda fe en la paz y la esperanza viene a rescatarnos del profundo desgarro instalado tras el relato de su tragedia. Si jamás así vuelve a suceder, no habrá sido en vano lo que aquí tuvo lugar. Si jamás así vuelve a suceder, es importante cantar lo ocurrido.
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