AMENAIDA
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La lección de la inocencia
Laia Falcón
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Artículo publicado en el anuario Intermezzo (Temporada 2007-8)
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Algo debiera pinzarnos el alma si un grupo de personajes celebra con alegría que, por fin, ha ganado la paz y el amor… mientras un feroz volcán, impávido y silencioso, observa su fiesta desde el fondo del escenario: es difícil olvidar que, de acuerdo a las acotaciones de Rossi para el finale de Tancredi, es el Etna quien aguarda a las espaldas de los habitantes de Siracusa mientras éstos, emocionados y tranquilos ya, cantan “Felicitá, felicitá!”.
Cuesta. A poco que uno crea saber algo de la vida, cuesta que la sonrisa no se quiebre, incrédula o compadecida. Pero un Rossini de veintiún años y con nueve óperas en su carpeta, consigue que lo hagamos. Que respiremos aliviados y queramos creer, después de amargas horas de traiciones y funestos errores, que las cosas se arreglan y que ser felices es empresa de valientes. No podía alumbrarse esta obra más que en un lugar como La Fenice, homenaje a esa fuerza que renace cuantas veces haga falta, sabedora de que el fuego puede irrumpir en cualquier momento.
De las muchas reacciones y reflexiones que afloran al adentrarse en Tancredi, hay una que suele brillar con más entusiasmo en la obra de estudiosos y críticos: aplaudir esa juventud madura que empapa esta ópera desde sus cimientos y que consagró al compositor de Pésaro en toda Europa. Incluso si hiciésemos el experimento de dejar a un lado la disciplina (y el placer) de partir de los juicios de Stendhal, primer biógrafo de Rossini, la partitura y el vocabulario de Tancredi nos llevarían derechitos, como los niños que te cogen de la mano para enseñarte su cuarto, a subrayar esa frescura tan bien medida. Esa pureza luminosa, que consigue convertir una tragedia épica en todo un emblema del candor. Es cierto que desde que Stendhal resaltó en Vida de Rossini la juventud y la deliciosa sencillez de Tancredi -esa claridad “virginal” aún no complicada con otras formas de escritura- podría parecer que todos los que nos acercamos a esta obra terminamos contagiados por la dirección de sus entusiastas palabras. Pero es que no queda otro remedio, porque cada peldaño de esta ópera –su trama, su construcción musical, los versos y el perfil de sus héroes- nos conduce en un canto a la inocencia. Y a la inocencia entendida, por cierto, en todas y cada una de sus bellas acepciones.
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Los rasgos heredados
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Está claro que la inocencia ocupa el núcleo temático de la narración porque la trama, nacida del Tancrède de Voltaire, gira en torno a la defensa de quienes injustamente son tachados con una culpa que no merecen: la tragedia de ese héroe desterrado, que lucha por su patria y por el honor calumniado de su amada, había cosechado tal éxito en los teatros europeos desde su estreno en 1760, que La Fenice encargó su propia adaptación a Gioacchino Rossini y Gaetano Rossi.
Este origen literario nos parece clave para comprender la importancia que en esta ópera tiene la defensa de la inocencia. Pero, sin embargo, este convencimiento se concentra ya en un plano que sobrepasa con mucho la mera anécdota argumental y el propio concepto de justicia para con aquel que no ha cometido el crimen del que se le acusa: alrededor de esta trama, Voltaire teje un conmovedor homenaje a esa otra dimensión de la inocencia que reside en el heroísmo de los que luchan desde la valentía del candor y la entrega sin fisuras. Y reivindicando su joven sabiduría, incluso frente a la palabra de la autoridad y la longeva experiencia, cuando éstas pudieran equivocarse. Porque hasta los más nobles padres pueden fallar terriblemente, como todo el mundo, y entonces hacen falta nuevos héroes capaces de resolver sus errores y carencias. Nuevos héroes -dice esta tragedia- que quizás no tengan por qué venir del otro rincón del mundo. Nuevos héroes en los que podremos reconocer a los hijos e hijas de esas mismas leyes y esos mismos padres humanos e imperfectos: he ahí la esperanza que late entre los versos de Voltaire, y que Rossini y Rossi acentúan y liberan en el Tancredi que compusieron para el carnaval veneciano de 1813.
Para desarrollar su pieza teatral, Voltaire había elegido como protagonista a un ilustre guerrero de la historia medieval francesa, Tancredo de Hauteville, príncipe de Galilea y Antioquía y ya inmortalizado como caballero literario por Torquato Tasso en La Gerusalemme Liberata. El poema de Tasso, compuesto en la segunda mitad del siglo XVI, reúne las hazañas y mágicas empresas de los héroes que, en la primera cruzada, lograron la toma cristiana de Jerusalén. Su fascinante galería de personajes históricos y literarios –Godofredo IV de Boulogne, Raimundo IV de Saint-Gilles, Reinaldo de Châtillon, la guerrera persa Clorinda, los magos Armida e Ismeno o el citado Tancredo- se convirtió en una inagotable fuente para libretistas y compositores: a su inspiración debemos unas ochenta óperas, entre las que se cuentan Il combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi, Rinaldo de Händel o las Armidas de Gluck, Rossini y Dvořák. Es cierto que Voltaire no reproduce los episodios que Tasso narra en torno a su Tancredo: su tragedia no se centra en la fundación de Jerusalén ni cuenta el funesto combate entre el guerrero y su amada Clorinda. En vez de estos episodios, dibuja -en un esquema paralelo a las aventuras del Ariodante del Orlando Furiosso escrito por Ariosto- una nueva historia de amor y conflicto: esta vez entre el caballero y otra dama, la valerosa Amenaide de Siracusa, cuyo honor decide defender Tancredo aún creyéndola infiel a su corazón y traidora de la patria. Pero si los héroes homónimos de Tasso y Voltaire se ven inmersos en muy distintas aventuras, reconocemos en ellos importantes rasgos comunes como son su brillante juventud o esa pasión caballeresca en la que amor y tarea heroica son todo uno. Componentes esenciales, sin los que las historias que estos autores nos cuentan se derrumbarían ante el primer cruce de problemas.
Porque los héroes de esta pieza teatral –y así, también los recreados por Rossini y Rossi- deben superar dos grandes pruebas. La primera sería proteger, a pesar de los embates y el crecimiento, ese candor con el que nacieron y que los distingue del resto. Y la segunda, encontrar el modo de vencer la desgarradora batalla interior que se desata cuando las distintas piezas de su identidad corren el riesgo de separarse, arrastradas por fuerzas opuestas. Así lo hacen el Tancredo de Voltaire y, de una forma admirable en su rotundidad y madurez, la impecable Amenaide: los únicos que consiguen no traicionarse a sí mismos y a lo que más aman, aún con el inmenso dolor que rasga sus jóvenes corazones y ante la enorme presión de los que se equivocan al no reconocer a tiempo la sabiduría y capacidad que hay en ellos.
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Siracusa como metáfora: las guerras internas, el volcán que aguarda, la boda de Amenaide y la fidelidad del desterrado
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Ganar Siracusa: he ahí la empresa que todos persiguen en esta obra y donde confluyen sus verdaderas pruebas, como en una sofisticada y preciosa red de metáforas cruzadas.
Recordemos brevemente ciertos aspectos de los antecedentes y el esquema argumental que brinda Voltaire y que recoge después el libreto de Rossi. En el feroz escenario siciliano de luchas medievales entre sarracenos y bizantinos, Siracusa resiste como una ciudad-estado aferrada a su libertad e independencia, padeciendo además el propio enfrentamiento interno entre las familias nobles que, dentro de sus murallas, compiten por el liderazgo: a la vez que se defienden de Bizancio y los ejércitos del sarraceno Solimán, los argirio y los orbazzano pelean entre sí durante décadas por el gobierno de la ciudad. En este tiempo dos niños han debido abandonar Siracusa y crecer en la corte bizantina: Amenaide -la hija del noble Argirio- es enviada con su madre para protegerla del enfrentamiento civil; y Tancredo, el hijo de un adinerado normando, es expulsado porque su familia es sospechosa de amasar demasiadas riquezas e influencias, armas peligrosas en la lucha por el poder. Ambos niños crecerán aprendiendo a querer a Siracusa en la distancia, doloroso entrenamiento que los preparará para que, cuando Amenaide regrese a la patria ya con su padre en el gobierno, puedan amarse fielmente el uno al otro aún separados por la guerra y el destierro. Se han jurado matrimonio en el lecho de muerte de la madre de Amenaide, y ambos hacen de su promesa de amor y fidelidad el más sólido de sus rasgos.
Éste es el álbum de antecedentes que deben resonar en la sala antes de que el telón se alce, tanto en el Tancrède de Voltaire como en la adaptación de Rossi. El libretista de Rossini selecciona, abrevia y reordena las escenas expuestas por su antecesor, pero en lo esencial, no altera los elementos básicos del nudo de la tragedia original. En ambas obras partimos del abrazo de reconciliación entre Argiro y Orbasán (Argirio y Orbazzano, en el libreto de Rossi), esforzados por proteger esa paz tan anhelada y tan frágil, en una tierra asolada por la fatal enfermedad de los fueron engañados muchas veces y viven obsesionados por el temor a la traición. Tanto pánico les produce la amenaza de posibles infidelidades, que tratan de asegurar su alianza con unos lazos desesperados de lealtad, tan firmes en su dibujo como dudosos en la práctica: precisamente Argiro, que proclama en la obra de Voltaire una Siracusa donde nadie tenga jamás que verse sometido, obliga a su hija a casarse con Orbasán, sin negociación ni escapatoria posible. La joven Amenaide -heredera de algunos de los géneros que mejor impulsaron la representación artística de mujeres nobles y sabias, como la literatura cortesana o las tragedias y la ópera de los siglos XVII y XVIII-, no está dispuesta a tal injusticia y se sabe en la obligación de defender lo suyo con total conciencia de la heroína que es y debe ser: “pues a un héroe intrépido idolatro, por mi parte me toca también serlo”, llegará a pronunciar la joven en el segundo acto de Tancrède. De hecho, si alguna pérdida cabe lamentar en el paso de la tragedia francesa al libreto de Rossi, es que se difuminan en cierta medida esos rasgos de intachable sensatez, valentía y garra con que Voltaire perfila a su Amenaide: lejos de detenerse en el suspiro o el titubeo, los monólogos y réplicas teatrales de la joven, indignada por ser forzada a amar íntimamente a quien siempre fue su enemigo, son un brillante compendio de fuerza y maduras argumentaciones. Pero su reacción es peligrosa. Por una parte, su padre la amenaza con que, si se niega a tan necesaria medida, dejará de quererla –dejará de quererla, algo que Argiro esgrime con demasiada inmediatez siempre que su hija lo necesita-: el anciano líder, ahogado por la responsabilidad de su deber político, persigue la doble jugada diplomática de tranquilizar a Orbasán y rechazar al moro Solimán, que pidió la mano de la joven como moneda de cambio para una paz humillante. Pero además, la joven debe ser especialmente cuidadosa porque aquél que realmente debiera ser su compañero y por quien Amenaide quiere reservase, ha sido declarado enemigo de la patria por haber luchado en los ejércitos bizantinos -corte a la que lo desterraron quienes ahora lo señalan-, y condenado a muerte si se atreve a pisar Siracusa.
Tras este inicio, las complicaciones no harán sino crecer y crecer, a ese ritmo fatalmente preciso de las tragedias que garantiza que Tancredo regrese justo a tiempo para presenciar no sólo cómo Amenaide va a ser casada con Orbasán, sino también cuando la acusen públicamente de haber enviado una carta de amor a Solimán, el enemigo sarraceno. Y porque el arte es un espejo acertado, y el equívoco, el error y la falta de información forman parte de la vida, el héroe tiene las suficientes flaquezas humanas como para creer culpable a su amada. Solemos señalar que la adaptación de Rossi, en aras de propiciar lucidos dúos entre la pareja protagonista, deshace la verosimilitud de Voltaire: en la tragedia francesa, la joven no está a solas con su amado y no tiene ocasión de contarle la verdad –que la carta sin nombre era para él, y no para Solimán- mientras que con la ópera nos revolvemos en el asiento, locos por ver cómo dos oportunidades son desaprovechadas por la pareja para deshacer el doloroso malentendido. ¿Es menos creíble esta segunda presentación? Poco preocupaba esto a Rossini y Rossi, seguro. Pero, si lo pensamos, no deja de haber en su versión una triste semejanza con la realidad: cuántas veces, cuando amor y dolor se enredan, las palabras y las aclaraciones, sencillamente, no salen cuando deberían hacerlo. Y así, Tancredo quiere morir ante la cuchillada de creer que Amenaide lo ha traicionado, mientras ésta se abrasa al ver que aquél a quien ama y a quien intenta proteger con su silencio y su vida, no ha dudado ni un momento la versión de los calumniadores.
Qué difícil, la empresa de estos dos. Por un lado, defender esa inocencia legal que les niegan: él debe demostrar que no merece el destierro de su preciada Siracusa, puesto que es el más capaz y abnegado de sus hijos, y ella necesita que su versión y sus motivos sean escuchados y creídos por el Senado, su padre y su amado. Por otra parte, deben proteger esa otra inocencia que anida en sus corazones y que sólo ellos pueden escuchar: la que reclama a gritos que se mantengan fieles a lo que querían ser y a lo que prometieron, sin rendirse al dolor y la amargura de la supuesta traición. Es conmovedora la insistencia con la que un Voltaire sexagenario explicita en sus versos esa bellísima idea según la cual todo lo heroico que anida en Tancrède y Amenaide, los vencedores morales en esta historia de expertos guerreros, fue forjado en ellos cuando eran niños. Y así, por una fuerza inexplicable fuera de los códigos de este universo de héroes, ambos están dispuestos a entregar su vida a cambio de proteger la del otro, aún pensado que ya no cuentan con su amor: Amenaide guarda silencio sobre la presencia de su amado incluso cuando escucha sus dolidas palabras de rechazo, y Tancrède decide luchar en su defensa aún creyéndola culpable, socorriendo y subsanando el error del mismísimo padre de la dama, destrozado ante la sentencia de muerte de su hija pero incapaz de una reacción como la del joven guerrero.
Estos son los componentes esenciales de la narración, todos enunciados y reunidos en un coherente paralelismo con lo que Siracusa representa: particulares luchas internas que abrasan los corazones de Tancredo, Amenaide y Argiro con la misma fuerza con que los bandos de la ciudad luchaban en la guerra civil; el miedo a la traición que enloquece a quienes mucho han sufrido la deslealtad, como esa permanente y silenciosa amenaza con que viven los habitantes a los pies de un volcán; la asociación irremediable entre Siracusa y Amenaide, cuya compañía se convierte en el trofeo del guerrero que consiga el poder de la ansiada ciudad; y, por último, ese amor incuestionable que, a pesar de la infidelidad y el destierro, hace que Tancredo siga entregándose a su amada y a Siracusa aún cuando parece que éstas lo rechazan y traicionan.
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Final ingenuo, final maduro
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Y llega entonces el momento de que decidamos. Porque si tantas veces jugamos a dibujar otros finales para los personajes de nuestro imaginario, fantaseando con lo que hubiera podido pasar si Romeo y Julieta viven, si Margarita Gautier logra curarse o si Bogart se queda con Bergman en vez de subirla al avión, no siempre contamos con que las grandes obras de nuestro patrimonio nos ofrezcan distintas soluciones. Con los decorados, los actores y la orquesta a punto, para que veamos los diferentes finales y escojamos el que más nos guste.
Una vez que Tancredo, protegido por el antifaz del anonimato, defiende el honor de Amenaide y la seguridad de Siracusa, su papel está cumplido. Una vez que Argiro y sus caballeros reconocen y lamentan el terrible e injusto error que cometieron con la hija culpada, la joven heroína ya ha escrito una lección imborrable en sus corazones. Ya está, los guerreros veinteañeros han superado sus pruebas y quienes antes los abandonaron no pueden ahora sino reconocer su valor y sabiduría con lágrimas en los ojos. Venció la fuerza de la inocencia, la grandeza de los que no se amparan en la excusa de que la edad y los golpes ya les enseñaron a mirar para otro lado cuando el corazón y las promesas se rompen.
Así que lo que queda –el final que escojamos para ellos- entra ya en el privilegiado salón de las segundas oportunidades. Voltaire apuesta por que todos los que no confiaron en la inocencia de Amenaide -esos caballeros que, precisamente, se veían a sí mismos como los grandes defensores de la fidelidad- paguen su funesto error. El que más lo acusa es el padre, destrozado sin remedio. Pero también incluye entre ellos al propio Tancredo, que considera su muerte como el justo castigo por haber dudado de tan digna compañera. La rotunda muchacha aguanta lo suficiente para asegurarse de que Argiro y Siracusa asumen que tesoros tan preciados como la inocencia no pueden descuidarse con la crueldad con que ellos lo han hecho: el candor es algo perfecto pero frágil, como las alas de las mariposas, y si se rompe no hay modo de recomponer las piezas. Se hirió para siempre y no volverá a volar jamás.
Sin embargo Rossini y Rossi, de acuerdo a las convenciones del género en que su ópera debía inscribirse, decidieron modular y, una vez aprendida la lección, dar a los personajes y al público la oportunidad de seguir adelante. Ni Tancredo muere ni Adelaide devuelve a su padre la sentencia con que él la abandonó. Es posible curar las heridas, hacer las paces, resurgir de las cenizas y volver a soñar con la felicidad. Porque, de otro modo, ¿para qué serviría aprender de la vida, si no quedan más días por delante?
¿Para dar ejemplo a otros, quizás? Puede ser. La de Siracusa es una lección importante que no debe suavizarse con giros esperanzadores, parece escribir Voltaire. Y Rossini podría suscribirlo cuando en el estreno de Ferrara, unos meses después del de Venecia, decide darle una oportunidad al efecto trágico y compone ese bellísimo segundo final con los versos de Luigi Lechi. ¿Es esta decisión más sensata, menos ingenua? Puede que sí, puede que no. El final de Ferrara está confeccionado por un compositor que se arriesga -tan veinteañero y capaz como Tancredo y Amenaide- a contradecir las asentadas expectativas del melodrama operístico del XVIII. Y para ello cuenta con el juicio, ni más ni menos, que de un poeta enamorado hasta la médula de Adelaida Malanotte, la intérprete de Tancredi para quien escribió fascinado esos nuevos versos. Un aventurero y un loco de amor: candor no le falta, precisamente, a semejante equipo.
Así que pasará lo que nosotros queramos. Por una noche, el teatro nos aguarda y la decisión es nuestra. Los focos se encienden. Solistas y coros beben el último sorbo de agua, antes de dar el todo por el todo en la escena final. Por una vez, el espejo nos cantará lo que más nos guste. Lo que creamos que es más sensato, lo que veamos más justo o lo que más felices nos haga.
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Pizpirosis múltiple
S. Llano

4 de mayo de 2006. Colegio de España, Cité Universitaire, París. Laia Falcón, soprano; Emil Holmström, piano. Programa: W. A. Mozart, Das Lied der Trennung, Als Luise die Briefe ihres ungetreuen Liebhabers verbrannte, Der Zauberer; Edvard Grieg, Prisessen, Jeg elsker Dig, Solveigs sang; Claude Debussy, Étude pour les agréments; Jean Sibelius, Paysage, Scène d'hiver; Olivier Messiaen, Ile de feu; Manuel de Falla, El Paño moruno, Jota, Nana, Polo; Joaquín Turina, Los dos miedos, Nunca olvida, Cantares; Kurt Weill, Je ne t'aime pas, Youkali.

Puede que la sala de conciertos del Colegio de España en París no sea el entorno ideal para un recital. Es una sala triste y oscura, decorada con dos banderas marchitas de Francia y España, cuya presencia nos impide abstraernos, nos impide viajar a la noruega de los lieder de Grieg que se interpretaron en esta ocasión. Dos columnas se interponen entre el auditorio y los intérpretes, recordándonos que el sonido siempre está a merced del espacio donde se proyecta.


El Colegio de España está separado de París por un gran bulevar, como toda la Cité Universitaire de la que forma parte. El interés de la agenda cultural de la Cité aumenta cada año. Recientemente se ha visto enriquecida por la apertura de la tercera sala del Théâtre de la Ville, una de las instituciones culturales más interesantes y más infravaloradas de París. En la Cité uno tiene la sensación de respirar en un fluido ajeno a la capital, de habitar un microcosmos que se agita a su propio ritmo, y que no quiere engancharse al tiovivo parisino, viejo y desgastado.


Puede que esa sala del Colegio de España no sea el lugar ideal. Es necesario distraer nuestra atención sobre el entorno material. Así lo hizo Laia Falcón, en la tarde de su debut como recitalista.


Con su voz sensual, curvilínea y seductora, desde los primeros compases ofrece una promesa de amor a quien quiera entregarse a ella. Claro está, comenzar con La canción de la separación y Cuando Luisa quemó las cartas de su amante infiel de Mozart, sólo puede entenderse como fruto del propósito de romper con lo anterior para ofrecerse nueva y pura al público. Creo que Mozart va muy bien con la voz de Laia Falcón, y que la voz de Laia Falcón va muy bien con Mozart. Ambos dominan la expresión sincera pero retórica, heredera de los afectos barrocos. Hay una distancia irónica, coqueta y pizpireta entre lo que ambos expresan y la forma en que lo hacen, de manera que el sentimiento de fondo permanece en un plano conceptual y la retórica atrae la atención sobre sí misma, reclama su derecho a participar en el resultado emocional.


Laia Falcón posee una gran capacidad de dramatización. Entiende las peculiaridades y los convencionalismos dramáticos del género lied. A diferencia de la ópera, la efusión lírica del lied no se inscribe en un drama. Su sinceridad consiste en admitir su falsedad. Es un juego que cuenta con la complicidad del público, que permite al intérprete mantener la distancia retórica antes comentada, y afirmar su personalidad sin renunciar a la sinceridad expresiva. Por eso el lied se presta al divismo. En cualquier caso, el intérprete de lied puede trascender el marco de los convencionalismos incrementando la intensidad emotiva, de manera que se desvanezca la consciencia sobre la escena, sobre la presencia de un intérprete y del público, y sobre la relación que media entre ellos. Laia Falcón consiguió que el público abandonase las butacas del triste edificio neoescurialense para adentrarse en el territorio exótico donde uno se olvida de su punto de partida, de la metrópoli cotidiana. Nos adentramos en un territorio virgen donde no existen prejuicios que nos protejan y guíen, donde uno se ve expuesto a la amenaza y la violencia de un sentimiento incontrolado. En resumen: nuestra soprano conoce los convencionalismos retóricos del género lied y sabe trascenderlos. Fue en los tres lieder de Grieg donde mejor se manifestó. En ellos logró el enamoramiento pleno del público y alcanzó la unión plena con él. ¡Qué intensidad en Jeg elsker Dig (Te amo)! Fue el momento en que se desvaneció el velo retórico y conocimos el ardor místico y sexual.


Esta primera parte del recital fue coronada por varios “¡Ole Laia!” lanzados desde el fondo de la sala, que produjeron el mismo efecto que si la bandera de España se hubiese desprendido ante la mirada sorprendida del público: el regreso del país exótico a la metrópoli, y unas risas para tomar tierra.


Nuestro hombre en el piano, Emil Holsmtröm, se portó como un verdadero hombre. Muy masculino aguantando el embate pizpireto y la efusión de feminidad desprendida por Laia Falcón, y muy viril sosteniendo bravamente el capricho melódico de la soprano. Este jovencísimo pianista finlandés hizo gala de una profesionalidad de adulto. Cuentan los rumores que sólo abandona su estudio para dar conciertos y que en unos pocos minutos es capaz de perfilar la materialización de un ideal sonoro en la preparación de un repertorio. Recientemente ha debutado como solista ante una orquesta finlandesa. Es además un libro abierto en sus conversaciones sobre música, literatura y arte. Y todo ello sin divismos; con traje discreto, corbata, y una bisagra perfectamente engrasada y lista para ofrecer su humilde y sincero agradecimiento al público.


El interludio del concierto fue el feudo privado de Holmström. Comenzó por el Étude pour les agréments (Estudio de adornos) de Debussy, que no figura entre lo más agraciado de este grandísimo compositor francés. Muchos cruces de manos, cambios súbitos de sonoridad, rápidas cascadas y otras dificultades cruzan la partitura y obstaculizan la fluidez del discurso. Resultó mucho más elocuente en Paysage y Scène d'hiver de Sibelius, donde Hölsmtrom nos habló de su tierra natal, y de las impresiones de infancia y juventud que el paisaje nevado ha dejado sobre su pupila azulada. ¡Qué sabio y fino manejo de las masas y texturas sonoras! Un mosaico equilibrado de colores, de aquellos colores que observan en la nieve quienes quieren y saben contemplarla con atención. Holmström culminó con Ile de feu de Olivier Messiaen, donde la dificultad técnica parece extrema. Aquí debemos elogiar su nítida habilidad para separar el cantus firmus de la mano izquierda de los adornos “ornitológicos” –suponemos– de la mano derecha, y su respeto por lo que la obra tiene de fragmentario y la resistencia que ofrece a dejarse abrazar como discurso unitario.


La tercera parte nos volvió a regalar la presencia de la soprano en escena. En una selección de cuatro de las Siete canciones populares españolas de Manuel de Falla sacó su vena chulapona, natural de Madrid. Fue el paroxismo de la chulería, de la chulapería y también de la chulaponería. Nos asustó con su crueldad en la Jota, con la que desgarró el pecho del público. Holmström nos convenció de que ponerse la mantilla y la peineta no es cuestión de sangre sino de profesionalidad. Supo embestir con el frenesí rítmico de la Jota. Chulapón de carrera y oficio, no de carnet.


Las tres piezas de Joaquín Turina son otro ejemplo más de su capacidad para convertir la armonía en una materia gustativa y olfativa, para emocionarnos con pequeños detalles, pero para aburrirnos con construcciones complejas, tal vez derivadas de su formación en la Schola Cantorum de París bajo las enseñanzas de Vincent d'Indy. Falla y Turina fueron compañeros de aventuras en la capital francesa, pero exploraron sendas muy distintas, entonces vistas incluso como antagónicas. Ambos intérpretes resolvieron la situación poniendo en evidencia las debilidades de la obra pero distanciándose de ellas con buen ojo crítico.


Como postre nos ofrecieron dos canciones de Kurt Weill en francés. Aquí Laia Falcón nos enseñó aún otra cara más de las de su album dramático: la de femme fatale. ¿Había alguna posibilidad de resistirse a la seducción? ¿Servía de algo agarrarse a la butaca para no verse arrastrado, o buscar con la mirada baja la bandera española al fondo de la sala? Por otra parte, comprobamos que la dicción francesa sienta estupendamente a la voz cálida y redonda de esta soprano.


Como premio el aria “Je veux vivre” de Romeo y Julieta de Gounod, y “La Canción del Olvido” de la zarzuela homónima de José Serrano. En la primera, ataque de pizpirosis múltiple y control del virtuosismo extremo. En la segunda, más dosis de chulería y mucho arte para agarrarse de la cadera y pasear el rizo por la escena. ¡Ole Laia!.


Cual deus ex machina, las autoridades políticas del Colegio de España se presentaron en escena para hacer entrega del favor divino a nuestros héroes, y para pregonar la loa protocolaria a la institución que representan. ¡Bravo!. Busquemos y descubramos a Laia Falcón y Emil Holmström.

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Laia Falcón, doctora en Ciencias Sociales por la Sorbona y en Comunicación Audiovisual cor la Complutense, es soprano, actriz, autora del libro "La Ópera" en Alianza Editorial. Su curriculum, enlaces a audios, vídeos, opiniones de autoridades y alumnos, publicaciones, investigaciones, ... en https://laiafalcon.blogspot.com/

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