Gilda

El peso de las mujeres.
A propósito de Gilda en “Rigoletto” de Giuseppe Verdi y Francesco María Piave
Laia Falcón


Cuánto horror reunido en esta escena: en el aire de la noche, una irresistible y viril voz canta feliz a la ligereza de la mujer –qué delicia es llevarla de un sitio a otro, mobile qual piuma al vento-… justo cuando vemos a un anciano padre arrastrar, con dificultad e ignorancia, un pesado saco. Un aparatoso y terrible fardo, en absoluto volátil como una pluma, en el que –él aún no lo sabe, pero nosotros sí- va cargando con el cuerpo casi cadáver de su única hija.
Cuando se da cuenta del atroz engaño y, aterrado, abre la bolsa, apenas les queda tiempo al padre y a la hija para despedirse. Lo que más amaban en el mundo –la ternura, la confianza, la compasión- ha muerto para siempre a manos de una compleja e imparable maraña de cómplices del desprecio. Y el dueño de esa arrebatadora voz que suena a lo lejos –guapísimo, intacto, eterno-, seguirá celebrando los placeres de la vida durante toda la noche. Sin que nadie le moleste con lo sucedido ni lo juzgue por el papel que él y su canción -…mobile qual piuma al vento…-, jugaron en la tragedia.

El peso del blanco y el aplauso envenenado

Si Rigoletto -Triboulet, en la obra original de Víctor Hugo- es uno de los representantes más complejos y conmovedores del álbum de los grandes personajes teatrales, es gracias a esa otra figura que lo acompaña en la obra y por la que sabemos que no todo es crueldad y miseria en el despiadado bufón: es Gilda –Blanche- quien nos permite saber que ese tipo que cubre con su joroba las espaldas del poderoso tirano, ese hombrecillo encargado de provocar la risa general a costa del dolor ajeno, ese ser que inspira asesinatos y raptos, no es un monstruo. También es un hombre, un padre tierno y asustado, que vive por y para valorar el candor de su adorada Gilda y defenderlo como el último tesoro de la Tierra.

El nombre que Hugo dio a la muchacha deja clara qué función le sería encomendada en el relato: en un universo plagado de oscuridad y cinismo, de venganzas y desprecio, esta joven es la heroína de lo blanco. Radiante misión ésta, que tantas narraciones del XIX reservaban para esos ángeles del hogar encargados de defender la pureza y la esperanza frente a los extravíos y la corrupción del mundo exterior. Verdi y Piave recogen este retrato con un mimo absoluto y aunque en el nuevo libreto el nombre de la joven ha sido cambiado por Gilda, todo a su alrededor insiste en que la blancura es su principal distintivo: la orquesta y el tratamiento melódico vocal la presentan como una princesa de lo claro y luminoso, y las palabras de quienes la rodean no hacen sino redundar en esa aureola inmaculada que la envuelve. Es un “ángel”, una “mujer celestial”, un “hada”, una “virgen”, alguien llegado del “cielo”… la única capaz de traer algo de luz a la terrible y dolorosa vida de un hombre deforme y maltratado; la única capaz de iluminar brevemente la disoluta senda del Duque, inculcándole por un instante el amor a la virtud y la inocencia.

En su defensa pública de la obra original El rey se divierte, Hugo se enfrentó a los censores estatales presentando la pieza como un texto de clara enseñanza moral, aspecto en el que la joven muchacha era, sin duda, una pieza clave: es su blanco ejemplo el que hace contraste con esa espiral de odio y venganzas en que viven los demás personajes; es su blanca inocencia la que nos despierta cuando podíamos estar acostumbrándonos a ese sórdido escaparate de mentiras, insultos y humillaciones con que se abrió el telón. En la producción del dramaturgo francés destaca una manifiesta atención a los maltratados, a las víctimas de la injusticia social, línea en la que el torturado Triboulet -un ser al que se le niega el derecho a llorar a causa de su deformidad, condenado de por vida a bailar y hacer reír a sus carceleros-, es una figura magistral. Un personaje digno de la colección de Shakespeare, como escribiría el propio Verdi, donde las contradicciones de lo humano se engarzan con un lirismo sobrecogedor: terrible espejo donde contemplar lo que el dolor y el rencor al maltrato pueden hacer en nosotros, convirtiéndonos en nuevos y terribles verdugos e, incluso, en ciego apoyo de quienes se disponen a destrozar lo que más amábamos. Pero, ¿qué lugar desempeña la nívea muchacha en este trabajo de reflexión? Como estandarte del blanco, ¿cuál es su enseñanza?

Parece que tanto el original literario como la reconstrucción operística de Verdi y Piave son rotundos en el tratamiento de este personaje, insertándolo sin excepción en la galería de retratos con recovecos y fisuras que presenta esta historia. Sin embargo quizás hay ciertos ingredientes en esa mirada que lo ha envuelto después que podrían desvirtuar lo que Gilda-Blanche nos cuenta: a menudo leemos en ensayos y revisiones que esta figura es la única “enteramente positiva” de la narración, la única dotada de un valor heroico, generoso e inquebrantable… pero este ensalzamiento de su rol, este homenaje a su perfil ejemplar y su misión en el relato no dejan de encerrar un amargo peligro. Porque esta dulce niña es, ante todo, un personaje extremadamente joven e inexperto, aislado del mundo y provisto de su tierna fantasía como único alimento: la belleza de su ilusión es titánica, pero aplaudir heroísmo y valor en su ignorancia y ciega abnegación quizás haga más daño a las Gildas y Blanches del mundo, antes que protegerlas. Porque ser admirada por ser el blanco no deja de ser una tarea difícil y dolorosa –envenenada- que muy bien puede acabar con un desenlace tan aterrador como el que estos autores nos presentan.

Con su tradición y riqueza polisémica, muchos idiomas explicarían con sorprendente rapidez la compleja realidad de este tipo de personajes. Entre ellos, el nuestro, en el que ahora escribimos, nos permite estructurar esta reflexión de una forma particularmente tajante, casi despiadada. Diccionario en mano, ese ser blanco no sólo es el portador de la luz y la claridad: de un modo paradójico y lamentable, también es el ignorante, el que no comprende y peor aún, el elegido como objeto sobre el que disparar, sobre el que ejercitar la puntería. Es estremecedor el doble uso que hacemos de esta palabra que, como Gilda en el relato, reúne dos significados irreconciliables, con un triste destino que viene escrito en su misma presentación: por un lado el blanco es el fin al que se dirigen todos los deseos y acciones -esa criatura por todos adorada, el preciado tesoro de Rigoletto y el Duque-; pero, por otro, es también el punto escogido por aquellos que tengan que destruir algo para probar su capacidad –ese ser elegido como campo de batalla, donde fatalmente confluirán todos los castigos que unos y otros se lancen-.

“No tienes familia, hija mía.”

La atención a esa terrible batalla de fuerzas, a esa dolorosa mezcla de ecuaciones sin solución donde se conjugan elementos enemigos entre sí, es probablemente lo que convierte a esta obra en un retrato tan certero y desolador de lo humano y su tragedia: en el desarrollo de esta obra asistimos a una atroz cadena de acciones y reacciones totalmente desprovistas de empatía alguna, movidas por un brutal egoísmo en el que quien lloraba aterrado por los daños o el miedo a una atroz tortura no duda, segundos después, en perpetrarla al pie de la letra en el siguiente que llega. Y quizás, entre los eslabones de esta terrible mascarada donde todos son víctima y verdugo, el tipo más terrible y dañino es el que, de uno u otro modo, siempre confluye en Gilda. Nos referimos al que escuda el maltrato y la destrucción en una de las frases más bellas de las que disponemos pero, desgraciadamente, que más funestos resultados puede desencadenar cuando se utiliza mal: qué dolor, qué pena tan inmensa nos asola cuando el daño va precedido de un “te quiero”.

¿Cómo explicar que una víctima vuelva a los brazos de quien le destroza el corazón cada vez que puede? ¿Cómo entender a verdugos capaces de infligir en otros el mismo dolor que padecen en sus propias entrañas? ¿Son vidas con un particular “te quiero” por bandera? “Porque te quiero, te traje a donde todos me odian y te encierro en una torre, sin contarte siquiera quien soy” dice Rigoletto a Gilda. “Porque te quiero, te digo que soy otro, te conduzco a terrenos que te asustan y te animo a mentir a los tuyos a cambio de una pasión como no hay otra”, promete el Duque. “Porque le quiero, consiento esta cárcel sin saber nada del mundo”, admite la joven hija. “Porque le quiero, perdono sus mentiras, la humillación y este corazón roto que me abrasa el alma, dando mi vida a cambio de su desprecio”, concluye después la enamorada primeriza, sumándose a la terrible cadena de destrozos que siempre conducen a ella.

“No tienes familia, hija mía” dice Rigoletto a Gilda. Es una frase triste y enigmática –ya que es el propio padre quien la pronuncia- que resume el paradójico y terrible muro de soledad y desprotección que envuelve al personaje más querido de la obra. Es ella y lo que ella significa lo que todos anhelan… y sin embargo todos, incluida ella misma, la encierran y atacan hasta que no queda esperanza.

Quince millones de almas…

“¿No sabes que yo soy la Francia entera, que represento a quince millones de almas?” pregunta el guapo tirano en el tercer acto de la obra de Hugo. Es un fragmento rápido y desenfadado donde el personaje hace gala de su poder para convencer a la joven elegida de que lo acompañe. Sin embargo, este reconocimiento de estar representando al resto no deja de coincidir con esa asombrosa conciencia impresa en la obra de estar retratando algo de lo que tanto hay: de un proceder ampliamente extendido, dentro y fuera de los confines de esta concreta pieza teatral. Quizás el propio esfuerzo de Verdi por concentrar la fuerza de esta ópera en los conjuntos, en el ensamblaje de unos con otros –sin grandes cadencias ni finales de divo- comparta en cierto modo esa misma idea de que esta tragedia la fraguan todos, en su relación e interacción y en una terrible homogeneidad destructiva.

Porque, a pesar de lo aparatoso de la estricta anécdota argumental, cada escena de esta obra retrata con una lucidez despiadada algunos de los peores eslabones de nuestras miserias cotidianas: hay muchos, muchos seres que creen sinceramente sus declaraciones de súbita lealtad, sin que ello les impida romperlas brutalmente al instante; la Historia está repleta de vidas condenadas a bailar y hacer gracias para quienes les acababan de arrancar lo que más querían; son incontables los que humillan y destrozan almas amparados en el dolor que otros les infligieron; es imposible saber cuántos corazones se han entregado con fidelidad inquebrantable a un nombre falso; son tantos los que no se tuvieron en valor a sí mismos, quizás de tanto oír que no tenían peso alguno…

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Laia Falcón, doctora en Ciencias Sociales por la Sorbona y en Comunicación Audiovisual cor la Complutense, es soprano, actriz, autora del libro "La Ópera" en Alianza Editorial. Su curriculum, enlaces a audios, vídeos, opiniones de autoridades y alumnos, publicaciones, investigaciones, ... en https://laiafalcon.blogspot.com/

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