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La lección de la inocencia


Laia Falcón



Algo debiera pinzarnos el alma si un grupo de personajes celebra con alegría que, por fin, ha ganado la paz y el amor… mientras un feroz volcán, impávido y silencioso, observa su fiesta desde el fondo del escenario: es difícil olvidar que, de acuerdo a las acotaciones de Rossi para el finale de Tancredi, es el Etna quien aguarda a las espaldas de los habitantes de Siracusa mientras éstos, emocionados y tranquilos ya, cantan “Felicitá, felicitá!”. Cuesta. A poco que uno crea saber algo de la vida, cuesta que la sonrisa no se quiebre, incrédula o compadecida. Pero un Rossini de veintiún años y con nueve óperas en su carpeta, consigue que lo hagamos. Que respiremos aliviados y queramos creer, después de amargas horas de traiciones y funestos errores, que las cosas se arreglan y que ser felices es empresa de valientes. No podía alumbrarse esta obra más que en un lugar como La Fenice, homenaje a esa fuerza que renace cuantas veces haga falta, sabedora de que el fuego puede irrumpir en cualquier momento. De las muchas reacciones y reflexiones que afloran al adentrarse en Tancredi, hay una que suele brillar con más entusiasmo en la obra de estudiosos y críticos: aplaudir esa juventud madura que empapa esta ópera desde sus cimientos y que consagró al compositor de Pésaro en toda Europa. Incluso si hiciésemos el experimento de dejar a un lado la disciplina (y el placer) de partir de los juicios de Stendhal, primer biógrafo de Rossini, la partitura y el vocabulario de Tancredi nos llevarían derechitos, como los niños que te cogen de la mano para enseñarte su cuarto, a subrayar esa frescura tan bien medida. Esa pureza luminosa, que consigue convertir una tragedia épica en todo un emblema del candor. Es cierto que desde que Stendhal resaltó en Vida de Rossini la juventud y la deliciosa sencillez de Tancredi -esa claridad “virginal” aún no complicada con otras formas de escritura- podría parecer que todos los que nos acercamos a esta obra terminamos contagiados por la dirección de sus entusiastas palabras. Pero es que no queda otro remedio, porque cada peldaño de esta ópera –su trama, su construcción musical, los versos y el perfil de sus héroes- nos conduce en un canto a la inocencia. Y a la inocencia entendida, por cierto, en todas y cada una de sus bellas acepciones.Los rasgos heredadosEstá claro que la inocencia ocupa el núcleo temático de la narración porque la trama, nacida del Tancrède de Voltaire, gira en torno a la defensa de quienes injustamente son tachados con una culpa que no merecen: la tragedia de ese héroe desterrado, que lucha por su patria y por el honor calumniado de su amada, había cosechado tal éxito en los teatros europeos desde su estreno en 1760, que La Fenice encargó su propia adaptación a Gioacchino Rossini y Gaetano Rossi. Este origen literario nos parece clave para comprender la importancia que en esta ópera tiene la defensa de la inocencia. Pero, sin embargo, este convencimiento se concentra ya en un plano que sobrepasa con mucho la mera anécdota argumental y el propio concepto de justicia para con aquel que no ha cometido el crimen del que se le acusa: alrededor de esta trama, Voltaire teje un conmovedor homenaje a esa otra dimensión de la inocencia que reside en el heroísmo de los que luchan desde la valentía del candor y la entrega sin fisuras. Y reivindicando su joven sabiduría, incluso frente a la palabra de la autoridad y la longeva experiencia, cuando éstas pudieran equivocarse. Porque hasta los más nobles padres pueden fallar terriblemente, como todo el mundo, y entonces hacen falta nuevos héroes capaces de resolver sus errores y carencias. Nuevos héroes -dice esta tragedia- que quizás no tengan por qué venir del otro rincón del mundo. Nuevos héroes en los que podremos reconocer a los hijos e hijas de esas mismas leyes y esos mismos padres humanos e imperfectos: he ahí la esperanza que late entre los versos de Voltaire, y que Rossini y Rossi acentúan y liberan en el Tancredi que compusieron para el carnaval veneciano de 1813.Para desarrollar su pieza teatral, Voltaire había elegido como protagonista a un ilustre guerrero de la historia medieval francesa, Tancredo de Hauteville, príncipe de Galilea y Antioquía y ya inmortalizado como caballero literario por Torquato Tasso en La Gerusalemme Liberata. El poema de Tasso, compuesto en la segunda mitad del siglo XVI, reúne las hazañas y mágicas empresas de los héroes que, en la primera cruzada, lograron la toma cristiana de Jerusalén. Su fascinante galería de personajes históricos y literarios –Godofredo IV de Boulogne, Raimundo IV de Saint-Gilles, Reinaldo de Châtillon, la guerrera persa Clorinda, los magos Armida e Ismeno o el citado Tancredo- se convirtió en una inagotable fuente para libretistas y compositores: a su inspiración debemos unas ochenta óperas, entre las que se cuentan Il combattimento di Tancredi e Clorinda de Monteverdi, Rinaldo de Händel o las Armidas de Gluck, Rossini y Dvořák. Es cierto que Voltaire no reproduce los episodios que Tasso narra en torno a su Tancredo: su tragedia no se centra en la fundación de Jerusalén ni cuenta el funesto combate entre el guerrero y su amada Clorinda. En vez de estos episodios, dibuja -en un esquema paralelo a las aventuras del Ariodante del Orlando Furiosso escrito por Ariosto- una nueva historia de amor y conflicto: esta vez entre el caballero y otra dama, la valerosa Amenaide de Siracusa, cuyo honor decide defender Tancredo aún creyéndola infiel a su corazón y traidora de la patria. Pero si los héroes homónimos de Tasso y Voltaire se ven inmersos en muy distintas aventuras, reconocemos en ellos importantes rasgos comunes como son su brillante juventud o esa pasión caballeresca en la que amor y tarea heroica son todo uno. Componentes esenciales, sin los que las historias que estos autores nos cuentan se derrumbarían ante el primer cruce de problemas. Porque los héroes de esta pieza teatral –y así, también los recreados por Rossini y Rossi- deben superar dos grandes pruebas. La primera sería proteger, a pesar de los embates y el crecimiento, ese candor con el que nacieron y que los distingue del resto. Y la segunda, encontrar el modo de vencer la desgarradora batalla interior que se desata cuando las distintas piezas de su identidad corren el riesgo de separarse, arrastradas por fuerzas opuestas. Así lo hacen el Tancredo de Voltaire y, de una forma admirable en su rotundidad y madurez, la impecable Amenaide: los únicos que consiguen no traicionarse a sí mismos y a lo que más aman, aún con el inmenso dolor que rasga sus jóvenes corazones y ante la enorme presión de los que se equivocan al no reconocer a tiempo la sabiduría y capacidad que hay en ellos. Siracusa como metáfora: las guerras internas, el volcán que aguarda, la boda de Amenaide y la fidelidad del desterradoGanar Siracusa: he ahí la empresa que todos persiguen en esta obra y donde confluyen sus verdaderas pruebas, como en una sofisticada y preciosa red de metáforas cruzadas.Recordemos brevemente ciertos aspectos de los antecedentes y el esquema argumental que brinda Voltaire y que recoge después el libreto de Rossi. En el feroz escenario siciliano de luchas medievales entre sarracenos y bizantinos, Siracusa resiste como una ciudad-estado aferrada a su libertad e independencia, padeciendo además el propio enfrentamiento interno entre las familias nobles que, dentro de sus murallas, compiten por el liderazgo: a la vez que se defienden de Bizancio y los ejércitos del sarraceno Solimán, los argirio y los orbazzano pelean entre sí durante décadas por el gobierno de la ciudad. En este tiempo dos niños han debido abandonar Siracusa y crecer en la corte bizantina: Amenaide -la hija del noble Argirio- es enviada con su madre para protegerla del enfrentamiento civil; y Tancredo, el hijo de un adinerado normando, es expulsado porque su familia es sospechosa de amasar demasiadas riquezas e influencias, armas peligrosas en la lucha por el poder. Ambos niños crecerán aprendiendo a querer a Siracusa en la distancia, doloroso entrenamiento que los preparará para que, cuando Amenaide regrese a la patria ya con su padre en el gobierno, puedan amarse fielmente el uno al otro aún separados por la guerra y el destierro. Se han jurado matrimonio en el lecho de muerte de la madre de Amenaide, y ambos hacen de su promesa de amor y fidelidad el más sólido de sus rasgos.Éste es el álbum de antecedentes que deben resonar en la sala antes de que el telón se alce, tanto en el Tancrède de Voltaire como en la adaptación de Rossi. El libretista de Rossini selecciona, abrevia y reordena las escenas expuestas por su antecesor, pero en lo esencial, no altera los elementos básicos del nudo de la tragedia original. En ambas obras partimos del abrazo de reconciliación entre Argiro y Orbasán (Argirio y Orbazzano, en el libreto de Rossi), esforzados por proteger esa paz tan anhelada y tan frágil, en una tierra asolada por la fatal enfermedad de los fueron engañados muchas veces y viven obsesionados por el temor a la traición. Tanto pánico les produce la amenaza de posibles infidelidades, que tratan de asegurar su alianza con unos lazos desesperados de lealtad, tan firmes en su dibujo como dudosos en la práctica: precisamente Argiro, que proclama en la obra de Voltaire una Siracusa donde nadie tenga jamás que verse sometido, obliga a su hija a casarse con Orbasán, sin negociación ni escapatoria posible. La joven Amenaide -heredera de algunos de los géneros que mejor impulsaron la representación artística de mujeres nobles y sabias, como la literatura cortesana o las tragedias y la ópera de los siglos XVII y XVIII-, no está dispuesta a tal injusticia y se sabe en la obligación de defender lo suyo con total conciencia de la heroína que es y debe ser: “pues a un héroe intrépido idolatro, por mi parte me toca también serlo”, llegará a pronunciar la joven en el segundo acto de Tancrède. De hecho, si alguna pérdida cabe lamentar en el paso de la tragedia francesa al libreto de Rossi, es que se difuminan en cierta medida esos rasgos de intachable sensatez, valentía y garra con que Voltaire perfila a su Amenaide: lejos de detenerse en el suspiro o el titubeo, los monólogos y réplicas teatrales de la joven, indignada por ser forzada a amar íntimamente a quien siempre fue su enemigo, son un brillante compendio de fuerza y maduras argumentaciones. Pero su reacción es peligrosa. Por una parte, su padre la amenaza con que, si se niega a tan necesaria medida, dejará de quererla –dejará de quererla, algo que Argiro esgrime con demasiada inmediatez siempre que su hija lo necesita-: el anciano líder, ahogado por la responsabilidad de su deber político, persigue la doble jugada diplomática de tranquilizar a Orbasán y rechazar al moro Solimán, que pidió la mano de la joven como moneda de cambio para una paz humillante. Pero además, la joven debe ser especialmente cuidadosa porque aquél que realmente debiera ser su compañero y por quien Amenaide quiere reservase, ha sido declarado enemigo de la patria por haber luchado en los ejércitos bizantinos -corte a la que lo desterraron quienes ahora lo señalan-, y condenado a muerte si se atreve a pisar Siracusa. Tras este inicio, las complicaciones no harán sino crecer y crecer, a ese ritmo fatalmente preciso de las tragedias que garantiza que Tancredo regrese justo a tiempo para presenciar no sólo cómo Amenaide va a ser casada con Orbasán, sino también cuando la acusen públicamente de haber enviado una carta de amor a Solimán, el enemigo sarraceno. Y porque el arte es un espejo acertado, y el equívoco, el error y la falta de información forman parte de la vida, el héroe tiene las suficientes flaquezas humanas como para creer culpable a su amada. Solemos señalar que la adaptación de Rossi, en aras de propiciar lucidos dúos entre la pareja protagonista, deshace la verosimilitud de Voltaire: en la tragedia francesa, la joven no está a solas con su amado y no tiene ocasión de contarle la verdad –que la carta sin nombre era para él, y no para Solimán- mientras que con la ópera nos revolvemos en el asiento, locos por ver cómo dos oportunidades son desaprovechadas por la pareja para deshacer el doloroso malentendido. ¿Es menos creíble esta segunda presentación? Poco preocupaba esto a Rossini y Rossi, seguro. Pero, si lo pensamos, no deja de haber en su versión una triste semejanza con la realidad: cuántas veces, cuando amor y dolor se enredan, las palabras y las aclaraciones, sencillamente, no salen cuando deberían hacerlo. Y así, Tancredo quiere morir ante la cuchillada de creer que Amenaide lo ha traicionado, mientras ésta se abrasa al ver que aquél a quien ama y a quien intenta proteger con su silencio y su vida, no ha dudado ni un momento la versión de los calumniadores. Qué difícil, la empresa de estos dos. Por un lado, defender esa inocencia legal que les niegan: él debe demostrar que no merece el destierro de su preciada Siracusa, puesto que es el más capaz y abnegado de sus hijos, y ella necesita que su versión y sus motivos sean escuchados y creídos por el Senado, su padre y su amado. Por otra parte, deben proteger esa otra inocencia que anida en sus corazones y que sólo ellos pueden escuchar: la que reclama a gritos que se mantengan fieles a lo que querían ser y a lo que prometieron, sin rendirse al dolor y la amargura de la supuesta traición. Es conmovedora la insistencia con la que un Voltaire sexagenario explicita en sus versos esa bellísima idea según la cual todo lo heroico que anida en Tancrède y Amenaide, los vencedores morales en esta historia de expertos guerreros, fue forjado en ellos cuando eran niños. Y así, por una fuerza inexplicable fuera de los códigos de este universo de héroes, ambos están dispuestos a entregar su vida a cambio de proteger la del otro, aún pensado que ya no cuentan con su amor: Amenaide guarda silencio sobre la presencia de su amado incluso cuando escucha sus dolidas palabras de rechazo, y Tancrède decide luchar en su defensa aún creyéndola culpable, socorriendo y subsanando el error del mismísimo padre de la dama, destrozado ante la sentencia de muerte de su hija pero incapaz de una reacción como la del joven guerrero. Estos son los componentes esenciales de la narración, todos enunciados y reunidos en un coherente paralelismo con lo que Siracusa representa: particulares luchas internas que abrasan los corazones de Tancredo, Amenaide y Argiro con la misma fuerza con que los bandos de la ciudad luchaban en la guerra civil; el miedo a la traición que enloquece a quienes mucho han sufrido la deslealtad, como esa permanente y silenciosa amenaza con que viven los habitantes a los pies de un volcán; la asociación irremediable entre Siracusa y Amenaide, cuya compañía se convierte en el trofeo del guerrero que consiga el poder de la ansiada ciudad; y, por último, ese amor incuestionable que, a pesar de la infidelidad y el destierro, hace que Tancredo siga entregándose a su amada y a Siracusa aún cuando parece que éstas lo rechazan y traicionan.Final ingenuo, final maduroY llega entonces el momento de que decidamos. Porque si tantas veces jugamos a dibujar otros finales para los personajes de nuestro imaginario, fantaseando con lo que hubiera podido pasar si Romeo y Julieta viven, si Margarita Gautier logra curarse o si Bogart se queda con Bergman en vez de subirla al avión, no siempre contamos con que las grandes obras de nuestro patrimonio nos ofrezcan distintas soluciones. Con los decorados, los actores y la orquesta a punto, para que veamos los diferentes finales y escojamos el que más nos guste.Una vez que Tancredo, protegido por el antifaz del anonimato, defiende el honor de Amenaide y la seguridad de Siracusa, su papel está cumplido. Una vez que Argiro y sus caballeros reconocen y lamentan el terrible e injusto error que cometieron con la hija culpada, la joven heroína ya ha escrito una lección imborrable en sus corazones. Ya está, los guerreros veinteañeros han superado sus pruebas y quienes antes los abandonaron no pueden ahora sino reconocer su valor y sabiduría con lágrimas en los ojos. Venció la fuerza de la inocencia, la grandeza de los que no se amparan en la excusa de que la edad y los golpes ya les enseñaron a mirar para otro lado cuando el corazón y las promesas se rompen. Así que lo que queda –el final que escojamos para ellos- entra ya en el privilegiado salón de las segundas oportunidades. Voltaire apuesta por que todos los que no confiaron en la inocencia de Amenaide -esos caballeros que, precisamente, se veían a sí mismos como los grandes defensores de la fidelidad- paguen su funesto error. El que más lo acusa es el padre, destrozado sin remedio. Pero también incluye entre ellos al propio Tancredo, que considera su muerte como el justo castigo por haber dudado de tan digna compañera. La rotunda muchacha aguanta lo suficiente para asegurarse de que Argiro y Siracusa asumen que tesoros tan preciados como la inocencia no pueden descuidarse con la crueldad con que ellos lo han hecho: el candor es algo perfecto pero frágil, como las alas de las mariposas, y si se rompe no hay modo de recomponer las piezas. Se hirió para siempre y no volverá a volar jamás.Sin embargo Rossini y Rossi, de acuerdo a las convenciones del género en que su ópera debía inscribirse, decidieron modular y, una vez aprendida la lección, dar a los personajes y al público la oportunidad de seguir adelante. Ni Tancredo muere ni Adelaide devuelve a su padre la sentencia con que él la abandonó. Es posible curar las heridas, hacer las paces, resurgir de las cenizas y volver a soñar con la felicidad. Porque, de otro modo, ¿para qué serviría aprender de la vida, si no quedan más días por delante? ¿Para dar ejemplo a otros, quizás? Puede ser. La de Siracusa es una lección importante que no debe suavizarse con giros esperanzadores, parece escribir Voltaire. Y Rossini podría suscribirlo cuando en el estreno de Ferrara, unos meses después del de Venecia, decide darle una oportunidad al efecto trágico y compone ese bellísimo segundo final con los versos de Luigi Lechi. ¿Es esta decisión más sensata, menos ingenua? Puede que sí, puede que no. El final de Ferrara está confeccionado por un compositor que se arriesga -tan veinteañero y capaz como Tancredo y Amenaide- a contradecir las asentadas expectativas del melodrama operístico del XVIII. Y para ello cuenta con el juicio, ni más ni menos, que de un poeta enamorado hasta la médula de Adelaida Malanotte, la intérprete de Tancredi para quien escribió fascinado esos nuevos versos. Un aventurero y un loco de amor: candor no le falta, precisamente, a semejante equipo.Así que pasará lo que nosotros queramos. Por una noche, el teatro nos aguarda y la decisión es nuestra. Los focos se encienden. Solistas y coros beben el último sorbo de agua, antes de dar el todo por el todo en la escena final. Por una vez, el espejo nos cantará lo que más nos guste. Lo que creamos que es más sensato, lo que veamos más justo o lo que más felices nos haga.
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EL PAGADOR DE LAGRIMAS
"Tan necesario como un par de lágrimas..."

Laia Falcón
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"Nada es tan necesario al hombre como un par de lágrimas a punto de caer en la desesperación"(Blas de Otero).

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La brisa gris y helada de la tarde había empañado los cristales, haciendo muy difícil ver bien a través de las ventanas de aquel número cuarenta y cinco de la línea urbana de teleféricos. Aunque no frecuentaba la zona vieja de la ciudad, Martina suponía que la próxima debía de ser su parada. En los asientos del fondo yacía inmóvil un chico de unos dieciocho años, con la boca abierta, los ojos cerrados y una jeringuilla medio vacía en la mano. Martina lo observó durante unos segundos. Había oído que aún había gente que utilizaba aquellos métodos anacrónicos y desagradables, pero nunca había visto a una de cerca. Dudó si acercarse para ver si estaba vivo, pero el teleférico ya se había parado y las puertas empezaban a abrirse, así que decidió bajarse y no meterse en los asuntos de otros.
No serían más de las siete y media, pero la Vía de los Músicos, paseo principal en otros tiempos, estaba oscura y vacía. Ya no iluminaban aquella zona, y si mirabas al cielo te encontrabas con la red de estrechas vigas de acero a las que iban sujetos los teleféricos urbanos. Pero aún así, desde las escalerillas de la parada, aquello resultaba mucho más bonito que los apartamentos construidos en las instalaciones del antiguo metro de la ciudad, donde vivía ella. Los descarados edificios que se erguían sobre el suelo, en vez de ocultarse bajo él, evocaban los lujos de otras épocas.Caminó un poco hasta llegar a un palacete, aún más antiguo que los edificios de oficinas que lo acompañaban. Comprobó la dirección, empujó la verja y cruzó un pequeño jardincillo muerto, hasta llegar a la gigantesca puerta de entrada donde tocó el timbre. Al escuchar como alguien abría con rapidez cientos de cerrojos al otro lado, sintió ganas de salir corriendo de aquel lugar siniestro. Pero necesitaba el dinero. Lo necesitaba para pagar el alquiler del pequeño apartamento de la línea dos, para arreglar el regenerador de aire y para las sesiones de sol de su hijo, imprescindibles en el crecimiento de cualquier niño. Así que se esperó a que terminaran de abrir la puerta, sin saber qué mundo esperaba al otro lado.

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Laia Falcón 
«Los cuentos de la gran desconocida» 
Publicado por el Teatro Real en diciembre de 2006 

Hubo una vez un siglo enamorado y atormentado. Un siglo que, desde el lienzo, la pluma o el foso de la orquesta, se dedicó a recordar y confeccionar retratos de su gran amor: un fantasma anhelado pero ignorado, doblegado y, no obstante, temido, al que se dedicaron cientos de suspiros, lágrimas y reproches. El siglo fue el XIX. Y su fantasma, la mujer. La sonrisa del álbum de los finales tristes. Es bueno acercarse a Los Cuentos de Hoffmann como a un amigo sabio e inteligente. Pocas obras nos arropan y nos comprenden tanto como ésta, cuando de incertidumbre sobre el amor y el dolor se trata. Como hacemos todos cuando echamos la vista atrás e hilvanamos los capítulos vividos para entender por qué somos como somos, los tres episodios de esta opereta construyen la narración con la que el protagonista -triste y desamparado-, trata de recordar y explicar la trayectoria de su corazón roto. Aunque las escenas de Hoffmann se presentan aquí desde la sátira, no dejan de ser las conmovedoras palabras de un hombre perdido, desesperado por ver cómo, una y otra vez, su felicidad se le va: qué amargura… qué amargura da repasar las ilusiones frustradas y los amores que acabaron. (Inicio) . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ..
Carmen
Seducción, libertad y muerte.
Laia Falcón


Cuenta la leyenda que la noche del 3 de junio de 1875 Bizet moría en Montmartre... en el mismo instante en que la primadonna que interpretaba a Carmen en la Opéra-Comique lanzaba un grito de pavor tras entonar la palabra “mort”, al final del premonitorio terceto de las cartas. Era la función trigésimo tercera de una polémica ópera que, tres meses después del estreno, no parecía recibir más que una fría acogida del público y severas críticas por su supuesta amoralidad. Y es que Bizet, autor de la ópera más escuchada desde que teatro y música se unieron, murió antes de poder ver lo que la rebelde Carmen conseguiría, no sólo en la historia de la música, sino en el reducido marco de los mitos universales. Un desafío necesario, dentro y fuera de la ficción

Carmen es la historia de una mujer que clama por su libertad, rebelándose contra los férreos corsés de siglos de represión femenina. Y ésta no es una lucha que se limite a la mera anécdota argumental, sino que traspasa incluso la barrera de la ficción para hacer frente a empresarios, público e incluso artistas que aún no estaban preparados para entender a un personaje tan moderno: Carmen no es sólo la gitana que provoca, seduce y decide a quién querer y a quién no; no es sólo quien rechaza a don José aún sabiendo que llama así a la muerte...Carmen, además, se niega a quedar convertida en una de tantas heroínas de la tradición romántica y consigue abrirse camino en la galería de los grandes símbolos universales, junto a Don Juan, Hamlet o Fausto, como un personaje que pelea con los hombres de carne y hueso para ocupar un espacio que estaba vacío.
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La Cleopatra fatal que recibió al siglo XX
Laia Falcón
ARTÍCULO PUBLICADO POR EL TEATRO REAL DE MADRID
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El camaleón de las épocas

Una mujer se desnuda para entrar en la piscina de leche. Una princesa griega aprende a hablar egipcio. Una vampiresa sonríe mientras prueba venenos en sus esclavos. Una niña pelea con su hermano-marido por sentarse en el trono. Una reina enfurecida llora por su biblioteca incendiada. Una pareja de amantes se disfraza de Venus y Marte para decorar sus noches de deseo...Pasear por la interminable galería de obras que han tomado a Cleopatra como inspiración nos permite observar, de una forma especialmente rica, cómo un mismo motivo puede servir para trazar retratos y narraciones de tal diversidad. Junto a ella, son pocos los personajes que hayan resultado tan sugerentes y rentables cuando el arte y la ficción han buscado en la Historia bocetos con los que despertar, conmover o divertir al público. La extraordinaria personalidad y habilidad comunicativa de esta reina, la novelesca red de anécdotas y leyendas que pronto se entrelazaron en torno a la historia de su vida, el mestizaje de culturas que representaba y cultivaba, el relevante papel que desempeñó en el escenario político de su época y las relaciones que mantuvo con algunos de los hombres más determinantes del momento, son ingredientes que convierten a Cleopatra VII en una garantía de intriga, exotismo y sensualidad. Misterio y fascinación que, al fin y al cabo, responden a esa laboriosa transformación de la mujer en mito que ya comenzó cuando la propia reina alejandrina, consciente del revuelo que despertaba, se encargó de potenciar y modelar con un sorprendente dominio de la persuasión y el espectáculo.
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AMENAIDA
La lección de la inocencia

Laia Falcón
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Artículo publicado en el anuario Intermezzo (Temporada 2007-8)
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Algo debiera pinzarnos el alma si un grupo de personajes celebra con alegría que, por fin, ha ganado la paz y el amor… mientras un feroz volcán, impávido y silencioso, observa su fiesta desde el fondo del escenario: es difícil olvidar que, de acuerdo a las acotaciones de Rossi para el finale de Tancredi, es el Etna quien aguarda a las espaldas de los habitantes de Siracusa mientras éstos, emocionados y tranquilos ya, cantan “Felicitá, felicitá!”.Cuesta. A poco que uno crea saber algo de la vida, cuesta que la sonrisa no se quiebre, incrédula o compadecida. Pero un Rossini de veintiún años y con nueve óperas en su carpeta, consigue que lo hagamos. Que respiremos aliviados y queramos creer, después de amargas horas de traiciones y funestos errores, que las cosas se arreglan y que ser felices es empresa de valientes. No podía alumbrarse esta obra más que en un lugar como La Fenice, homenaje a esa fuerza que renace cuantas veces haga falta, sabedora de que el fuego puede irrumpir en cualquier momento.De las muchas reacciones y reflexiones que afloran al adentrarse en Tancredi, hay una que suele brillar con más entusiasmo en la obra de estudiosos y críticos: aplaudir esa juventud madura que empapa esta ópera desde sus cimientos y que consagró al compositor de Pésaro en toda Europa. Incluso si hiciésemos el experimento de dejar a un lado la disciplina (y el placer) de partir de los juicios de Stendhal, primer biógrafo de Rossini, la partitura y el vocabulario de Tancredi nos llevarían derechitos, como los niños que te cogen de la mano para enseñarte su cuarto, a subrayar esa frescura tan bien medida. Esa pureza luminosa, que consigue convertir una tragedia épica en todo un emblema del candor.
Es cierto que desde que Stendhal resaltó en Vida de Rossini la juventud y la deliciosa sencillez de Tancredi -esa claridad “virginal” aún no complicada con otras formas de escritura- podría parecer que todos los que nos acercamos a esta obra terminamos contagiados por la dirección de sus entusiastas palabras. Pero es que no queda otro remedio, porque cada peldaño de esta ópera –su trama, su construcción musical, los versos y el perfil de sus héroes- nos conduce en un canto a la inocencia. Y a la inocencia entendida, por cierto, en todas y cada una de sus bellas acepciones.
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Lucrecia 1946: la canción de lo irreparable
Laia Falcón

. Cuando el dos de septiembre de 1945 se daba por finalizada esa atroz matanza universal que le rompió el alma al planeta, medio mundo se miraba al espejo sin saber qué pensar. "¿Cómo es posible?" Cerca de sesenta millones de muertos. Países de cinco continentes contemplando exhaustos las heridas de sus ciudades, rotas y desangradas. Naciones enteras aún resquebrajadas de dolor, tras haber sido tomadas a la fuerza, usadas y obligadas a aceptar signos, himnos y lemas impuestos a punta de pistola, miedo y hambre. El rostro de lo perdido, el insoportable recuerdo de lo visto y el asco tortuoso ante lo cometido carcomían las entrañas de millones y millones de personas.
Y en medio de este tristísimo elenco de seres golpeados de por vida, muchos miraban a la Historia y, horrorizados, se preguntaban: "¿Es esto todo?".

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Gilda.

El peso de las mujeres.
A propósito de Gilda en “Rigoletto” de Giuseppe Verdi y Francesco María Piave
Laia Falcón

Cuánto horror reunido en esta escena: en el aire de la noche, una irresistible y viril voz canta feliz a la ligereza de la mujer –qué delicia es llevarla de un sitio a otro, mobile qual piuma al vento-… justo cuando vemos a un anciano padre arrastrar, con dificultad e ignorancia, un pesado saco. Un aparatoso y terrible fardo, en absoluto volátil como una pluma, en el que –él aún no lo sabe, pero nosotros sí- va cargando con el cuerpo casi cadáver de su única hija.Cuando se da cuenta del atroz engaño y, aterrado, abre la bolsa, apenas les queda tiempo al padre y a la hija para despedirse. Lo que más amaban en el mundo –la ternura, la confianza, la compasión- ha muerto para siempre a manos de una compleja e imparable maraña de cómplices del desprecio. Y el dueño de esa arrebatadora voz que suena a lo lejos –guapísimo, intacto, eterno-, seguirá celebrando los placeres de la vida durante toda la noche. Sin que nadie le moleste con lo sucedido ni lo juzgue por el papel que él y su canción -…mobile qual piuma al vento…-, jugaron en la tragedia.
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Gilda

El peso de las mujeres.
A propósito de Gilda en “Rigoletto” de Giuseppe Verdi y Francesco María Piave
Laia Falcón


Cuánto horror reunido en esta escena: en el aire de la noche, una irresistible y viril voz canta feliz a la ligereza de la mujer –qué delicia es llevarla de un sitio a otro, mobile qual piuma al vento-… justo cuando vemos a un anciano padre arrastrar, con dificultad e ignorancia, un pesado saco. Un aparatoso y terrible fardo, en absoluto volátil como una pluma, en el que –él aún no lo sabe, pero nosotros sí- va cargando con el cuerpo casi cadáver de su única hija.
Cuando se da cuenta del atroz engaño y, aterrado, abre la bolsa, apenas les queda tiempo al padre y a la hija para despedirse. Lo que más amaban en el mundo –la ternura, la confianza, la compasión- ha muerto para siempre a manos de una compleja e imparable maraña de cómplices del desprecio. Y el dueño de esa arrebatadora voz que suena a lo lejos –guapísimo, intacto, eterno-, seguirá celebrando los placeres de la vida durante toda la noche. Sin que nadie le moleste con lo sucedido ni lo juzgue por el papel que él y su canción -…mobile qual piuma al vento…-, jugaron en la tragedia.

El peso del blanco y el aplauso envenenado

Si Rigoletto -Triboulet, en la obra original de Víctor Hugo- es uno de los representantes más complejos y conmovedores del álbum de los grandes personajes teatrales, es gracias a esa otra figura que lo acompaña en la obra y por la que sabemos que no todo es crueldad y miseria en el despiadado bufón: es Gilda –Blanche- quien nos permite saber que ese tipo que cubre con su joroba las espaldas del poderoso tirano, ese hombrecillo encargado de provocar la risa general a costa del dolor ajeno, ese ser que inspira asesinatos y raptos, no es un monstruo. También es un hombre, un padre tierno y asustado, que vive por y para valorar el candor de su adorada Gilda y defenderlo como el último tesoro de la Tierra.

El nombre que Hugo dio a la muchacha deja clara qué función le sería encomendada en el relato: en un universo plagado de oscuridad y cinismo, de venganzas y desprecio, esta joven es la heroína de lo blanco. Radiante misión ésta, que tantas narraciones del XIX reservaban para esos ángeles del hogar encargados de defender la pureza y la esperanza frente a los extravíos y la corrupción del mundo exterior. Verdi y Piave recogen este retrato con un mimo absoluto y aunque en el nuevo libreto el nombre de la joven ha sido cambiado por Gilda, todo a su alrededor insiste en que la blancura es su principal distintivo: la orquesta y el tratamiento melódico vocal la presentan como una princesa de lo claro y luminoso, y las palabras de quienes la rodean no hacen sino redundar en esa aureola inmaculada que la envuelve. Es un “ángel”, una “mujer celestial”, un “hada”, una “virgen”, alguien llegado del “cielo”… la única capaz de traer algo de luz a la terrible y dolorosa vida de un hombre deforme y maltratado; la única capaz de iluminar brevemente la disoluta senda del Duque, inculcándole por un instante el amor a la virtud y la inocencia.

En su defensa pública de la obra original El rey se divierte, Hugo se enfrentó a los censores estatales presentando la pieza como un texto de clara enseñanza moral, aspecto en el que la joven muchacha era, sin duda, una pieza clave: es su blanco ejemplo el que hace contraste con esa espiral de odio y venganzas en que viven los demás personajes; es su blanca inocencia la que nos despierta cuando podíamos estar acostumbrándonos a ese sórdido escaparate de mentiras, insultos y humillaciones con que se abrió el telón. En la producción del dramaturgo francés destaca una manifiesta atención a los maltratados, a las víctimas de la injusticia social, línea en la que el torturado Triboulet -un ser al que se le niega el derecho a llorar a causa de su deformidad, condenado de por vida a bailar y hacer reír a sus carceleros-, es una figura magistral. Un personaje digno de la colección de Shakespeare, como escribiría el propio Verdi, donde las contradicciones de lo humano se engarzan con un lirismo sobrecogedor: terrible espejo donde contemplar lo que el dolor y el rencor al maltrato pueden hacer en nosotros, convirtiéndonos en nuevos y terribles verdugos e, incluso, en ciego apoyo de quienes se disponen a destrozar lo que más amábamos. Pero, ¿qué lugar desempeña la nívea muchacha en este trabajo de reflexión? Como estandarte del blanco, ¿cuál es su enseñanza?

Parece que tanto el original literario como la reconstrucción operística de Verdi y Piave son rotundos en el tratamiento de este personaje, insertándolo sin excepción en la galería de retratos con recovecos y fisuras que presenta esta historia. Sin embargo quizás hay ciertos ingredientes en esa mirada que lo ha envuelto después que podrían desvirtuar lo que Gilda-Blanche nos cuenta: a menudo leemos en ensayos y revisiones que esta figura es la única “enteramente positiva” de la narración, la única dotada de un valor heroico, generoso e inquebrantable… pero este ensalzamiento de su rol, este homenaje a su perfil ejemplar y su misión en el relato no dejan de encerrar un amargo peligro. Porque esta dulce niña es, ante todo, un personaje extremadamente joven e inexperto, aislado del mundo y provisto de su tierna fantasía como único alimento: la belleza de su ilusión es titánica, pero aplaudir heroísmo y valor en su ignorancia y ciega abnegación quizás haga más daño a las Gildas y Blanches del mundo, antes que protegerlas. Porque ser admirada por ser el blanco no deja de ser una tarea difícil y dolorosa –envenenada- que muy bien puede acabar con un desenlace tan aterrador como el que estos autores nos presentan.

Con su tradición y riqueza polisémica, muchos idiomas explicarían con sorprendente rapidez la compleja realidad de este tipo de personajes. Entre ellos, el nuestro, en el que ahora escribimos, nos permite estructurar esta reflexión de una forma particularmente tajante, casi despiadada. Diccionario en mano, ese ser blanco no sólo es el portador de la luz y la claridad: de un modo paradójico y lamentable, también es el ignorante, el que no comprende y peor aún, el elegido como objeto sobre el que disparar, sobre el que ejercitar la puntería. Es estremecedor el doble uso que hacemos de esta palabra que, como Gilda en el relato, reúne dos significados irreconciliables, con un triste destino que viene escrito en su misma presentación: por un lado el blanco es el fin al que se dirigen todos los deseos y acciones -esa criatura por todos adorada, el preciado tesoro de Rigoletto y el Duque-; pero, por otro, es también el punto escogido por aquellos que tengan que destruir algo para probar su capacidad –ese ser elegido como campo de batalla, donde fatalmente confluirán todos los castigos que unos y otros se lancen-.

“No tienes familia, hija mía.”

La atención a esa terrible batalla de fuerzas, a esa dolorosa mezcla de ecuaciones sin solución donde se conjugan elementos enemigos entre sí, es probablemente lo que convierte a esta obra en un retrato tan certero y desolador de lo humano y su tragedia: en el desarrollo de esta obra asistimos a una atroz cadena de acciones y reacciones totalmente desprovistas de empatía alguna, movidas por un brutal egoísmo en el que quien lloraba aterrado por los daños o el miedo a una atroz tortura no duda, segundos después, en perpetrarla al pie de la letra en el siguiente que llega. Y quizás, entre los eslabones de esta terrible mascarada donde todos son víctima y verdugo, el tipo más terrible y dañino es el que, de uno u otro modo, siempre confluye en Gilda. Nos referimos al que escuda el maltrato y la destrucción en una de las frases más bellas de las que disponemos pero, desgraciadamente, que más funestos resultados puede desencadenar cuando se utiliza mal: qué dolor, qué pena tan inmensa nos asola cuando el daño va precedido de un “te quiero”.

¿Cómo explicar que una víctima vuelva a los brazos de quien le destroza el corazón cada vez que puede? ¿Cómo entender a verdugos capaces de infligir en otros el mismo dolor que padecen en sus propias entrañas? ¿Son vidas con un particular “te quiero” por bandera? “Porque te quiero, te traje a donde todos me odian y te encierro en una torre, sin contarte siquiera quien soy” dice Rigoletto a Gilda. “Porque te quiero, te digo que soy otro, te conduzco a terrenos que te asustan y te animo a mentir a los tuyos a cambio de una pasión como no hay otra”, promete el Duque. “Porque le quiero, consiento esta cárcel sin saber nada del mundo”, admite la joven hija. “Porque le quiero, perdono sus mentiras, la humillación y este corazón roto que me abrasa el alma, dando mi vida a cambio de su desprecio”, concluye después la enamorada primeriza, sumándose a la terrible cadena de destrozos que siempre conducen a ella.

“No tienes familia, hija mía” dice Rigoletto a Gilda. Es una frase triste y enigmática –ya que es el propio padre quien la pronuncia- que resume el paradójico y terrible muro de soledad y desprotección que envuelve al personaje más querido de la obra. Es ella y lo que ella significa lo que todos anhelan… y sin embargo todos, incluida ella misma, la encierran y atacan hasta que no queda esperanza.

Quince millones de almas…

“¿No sabes que yo soy la Francia entera, que represento a quince millones de almas?” pregunta el guapo tirano en el tercer acto de la obra de Hugo. Es un fragmento rápido y desenfadado donde el personaje hace gala de su poder para convencer a la joven elegida de que lo acompañe. Sin embargo, este reconocimiento de estar representando al resto no deja de coincidir con esa asombrosa conciencia impresa en la obra de estar retratando algo de lo que tanto hay: de un proceder ampliamente extendido, dentro y fuera de los confines de esta concreta pieza teatral. Quizás el propio esfuerzo de Verdi por concentrar la fuerza de esta ópera en los conjuntos, en el ensamblaje de unos con otros –sin grandes cadencias ni finales de divo- comparta en cierto modo esa misma idea de que esta tragedia la fraguan todos, en su relación e interacción y en una terrible homogeneidad destructiva.

Porque, a pesar de lo aparatoso de la estricta anécdota argumental, cada escena de esta obra retrata con una lucidez despiadada algunos de los peores eslabones de nuestras miserias cotidianas: hay muchos, muchos seres que creen sinceramente sus declaraciones de súbita lealtad, sin que ello les impida romperlas brutalmente al instante; la Historia está repleta de vidas condenadas a bailar y hacer gracias para quienes les acababan de arrancar lo que más querían; son incontables los que humillan y destrozan almas amparados en el dolor que otros les infligieron; es imposible saber cuántos corazones se han entregado con fidelidad inquebrantable a un nombre falso; son tantos los que no se tuvieron en valor a sí mismos, quizás de tanto oír que no tenían peso alguno…

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Diecisiete de abril de 2008, a las 19:00 horas

Caja Madrid – Espai Cultural
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Barcelona

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Dvorak, Falla, Grieg, Gounod, Händel, Mozart, Roussel, Spohr, Schubert, Turina, Serrano, Weill... en
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Laia Falcón, doctora en Ciencias Sociales por la Sorbona y en Comunicación Audiovisual cor la Complutense, es soprano, actriz, autora del libro "La Ópera" en Alianza Editorial. Su curriculum, enlaces a audios, vídeos, opiniones de autoridades y alumnos, publicaciones, investigaciones, ... en https://laiafalcon.blogspot.com/

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