EL PAGADOR DE LAGRIMAS

"Tan necesario como un par de lágrimas..."

Laia Falcón



"Nada es tan necesario al hombre como un par de lágrimas
a punto de caer en la desesperación"
(Blas de Otero).














La brisa gris y helada de la tarde había empañado los cristales, haciendo muy difícil ver bien a través de las ventanas de aquel número cuarenta y cinco de la línea urbana de teleféricos. Aunque no frecuentaba la zona vieja de la ciudad, Martina suponía que la próxima debía de ser su parada. En los asientos del fondo yacía inmóvil un chico de unos dieciocho años, con la boca abierta, los ojos cerrados y una jeringuilla medio vacía en la mano. Martina lo observó durante unos segundos. Había oído que aún había gente que utilizaba aquellos métodos anacrónicos y desagradables, pero nunca había visto a una de cerca. Dudó si acercarse para ver si estaba vivo, pero el teleférico ya se había parado y las puertas empezaban a abrirse, así que decidió bajarse y no meterse en los asuntos de otros.
No serían más de las siete y media, pero la Vía de los Músicos, paseo principal en otros tiempos, estaba oscura y vacía. Ya no iluminaban aquella zona, y si mirabas al cielo te encontrabas con la red de estrechas vigas de acero a las que iban sujetos los teleféricos urbanos. Pero aún así, desde las escalerillas de la parada, aquello resultaba mucho más bonito que los apartamentos construidos en las instalaciones del antiguo metro de la ciudad, donde vivía ella. Los descarados edificios que se erguían sobre el suelo, en vez de ocultarse bajo él, evocaban los lujos de otras épocas.

Caminó un poco hasta llegar a un palacete, aún más antiguo que los edificios de oficinas que lo acompañaban. Comprobó la dirección, empujó la verja y cruzó un pequeño jardincillo muerto, hasta llegar a la gigantesca puerta de entrada donde tocó el timbre. Al escuchar como alguien abría con rapidez cientos de cerrojos al otro lado, sintió ganas de salir corriendo de aquel lugar siniestro. Pero necesitaba el dinero. Lo necesitaba para pagar el alquiler del pequeño apartamento de la línea dos, para arreglar el regenerador de aire y para las sesiones de sol de su hijo, imprescindibles en el crecimiento de cualquier niño. Así que se esperó a que terminaran de abrir la puerta, sin saber qué mundo esperaba al otro lado.
Abrió una viejecilla extraordinariamente bajita. Llevaba un vestido de gabardina gris perla, con un minúsculo moño en la nuca y unas gafas puntiagudas.
-Ha llegado usted un poco antes, -dijo con una voz aguda y suave, como si alguien hubiese tocado una campanilla de cristal- tendrá que esperar un poco.
Después la mujercilla, que no debía de medir más de un metro de altura, dobló un poco las rodillas para tomar impulso y dio un salto de casi tres veces su tamaño frente a la inmensa puerta. La falda de su vestido se infló entonces como un paracaídas, disminuyendo así la velocidad de descenso y permitiéndole ocuparse de todos los cerrojos mientras volvía a bajar. Una vez en el suelo, ante los ojos asombrados de Martina, se acomodó las gafas como si tal cosa y pasó a mostrarle el camino hacia la sala de espera.
Lo cierto es que, muchos años atrás, Martina había imaginado escenas aún más sorprendentes que aquélla, guiada por las deliciosas historias que le leía su madre cuando volvía del trabajo. Pero en ese momento ni se acordó, porque la vida había guardado todas las imágenes de cuento, junto a muchas otras cosas, en el último rincón de su memoria.
Atravesaron tres largos corredores iluminados por una tenue luz violácea. Todas las paredes estaban cubiertas, desde el suelo hasta el techo, por inmensas vitrinas de madera oscura repletas de tarros de cristal azul. Cada uno de los misteriosos contenidos que éstos encerraban, precisaba de una forma específica de envase que mantuviese intacta su esencia, por lo que los tarros se alineaban en un baile de curvas retorcidas, caprichosas e imposibles.
Al final del último corredor llegaron a una habitación redonda donde Martina tendría que esperar a que el Pagador la recibiese. El suelo era de mármoles de dos colores, dibujando sobre un fondo inmaculadamente blanco, una espiral negra que abarcaba toda la habitación. La mujercilla iba a marcharse, pero se paró junto a la puerta.
-¿Es la primera vez que viene?
_Sí.
-Entonces le pagará mucho,-dijo sonriendo- las primeras son las mejores.
Se mantuvo observándola durante unos segundos y después se esfumó, dejando a Martina sola en aquella sala redonda.
Miró a su alrededor. Sobre las paredes, tapizadas de satén gris, habían colgado veinticinco cuadritos con viejas fotografías en blanco y negro. Cada una de ellas retrataba a una persona llorando.
Martina se entretuvo mirándolos hasta que alguien abrió otra puerta. Esperaba volver a ver a la viejecilla, pero al darse la vuelta se encontró con la espectral imagen del Pagador, un hombre alto, vestido con un antiguo pero impecable frac gris claro y unas minúsculas gafas de cristales totalmente oscuros. Tenía el pelo negro, liso y largo hasta los hombros y las uñas también largas y muy cuidadas, como las de un gato. Martina tuvo que tragar saliva y carraspear, y aún así sólo le salió un hilo de voz.
-Soy Martina Gar...
-Sí, ya sé.- Interrumpió él con una voz profunda y serena. Una voz como la que deben tener las criaturas del fondo del agua.- Pase por aquí.
En el despacho, la misma luz violeta de los corredores difuminaba los colores grises de las telas del mobiliario. El Pagador, mientras caminaba de un lado a otro cogiendo cosas que le harían falta más adelante, le indicó a Martina que se tumbase en el diván que había en el centro de la sala.
-Sé que ésta es su primera sesión,-comenzó a decirle- pero no se preocupe, esto es muy sencillo y no tardaremos mucho. En cuanto le haya colocado los recipientes de recogida, usted no tiene más que dejarse llevar, y llorar tranquilamente. Del resto ya me ocupo yo.
-¿Del resto?- Se atrevió a balbucear Martina desde el diván.
-Sí, del resto.-continuó distraído el Pagador, mientras manipulaba el monitor de una máquina plateada que había junto al diván- Para usted no tiene por qué haber más misterio, me vende sus lágrimas y se marcha. Sin embargo, mi trabajo consiste en comprobar su composición emocional y cuidar de que no se estropeen. Por cierto quiero mencionarle algo... para evitar escenas desagradables en el futuro. Verá :la composición emocional de las lágrimas es de vital importancia para la calidad final del preparado y para la reacción que éste produzca, ¿me comprende usted?- Martina asintió con la cabeza- Bien...sin embargo esa composición no depende sólo de mi trabajo de laboratorio, sino también de su propia calidad inicial. Así, las lágrimas que yo le compraré hoy serán sin duda de una calidad superior, porque es la primera sesión que hace... y porque además tiene acumuladas bastantes cosas por las que llorar, los que acuden a este negocio no suelen estar pasando por buenos momentos, ¿me equivoco? - Esta vez la mujer se limitó a bajar la cabeza- Serán de una condensación de tristeza muy elevada, y por eso recibirá usted mucho dinero a cambio. Pero si desease volver, a medida que se vaya acostumbrando a venderme sus lágrimas, éstas perderán... cómo decirlo...perderán "autenticidad", por lo que el precio irá disminuyendo. Tengo que proteger a mis clientes de esas hábiles plañideras que intentan venderme unas lágrimas forzadas, absolutamente vacías de emoción alguna, e inútiles por tanto para la elaboración de mi producto.
Mientras aclaraba aquel punto, el Pagador había empezado a ponerle los recipientes de recogida: dos vasijitas en forma de media luna que partían del lagrimal y se adaptaban perfectamente a sus mejillas, sujetándose a las orejas igual que unas gafas.
-Bueno, -dijo mientras bajaba la luz con un dínamo de la misma máquina plateada- podemos empezar. Por favor, relájese y mire al techo.
Apretó otro botón, y mientras una suave música empezaba a inundar la habitación, cogió las manos de Martina. Quizás ella pensó que era una muestra de ternura, pero lo cierto es que lo hacía para evitar que al empezar a llorar, como acto reflejo, Martina intentase secarse las lágrimas y moviese así los recipientes de recogida. Era todo un profesional, atento a cualquier accidente que pudiese estropear su exquisita materia prima.
En el techo, las luces violáceas habían empezado a bailar mezclándose unas con otras y consiguiendo el efecto mágico y ondulante que alcanza el agua en los más serenos y desiertos fondos marinos. Realmente se unían al azar, en formas curvas e irrepetibles carentes de significado, pero la música, esa deidad mágica y poderosa, fue capaz de mucho más. Poco a poco, aquella melodía lenta y amarga se fue metiendo en los oídos de Martina, para hacer que las formas luminosas del techo se convirtiesen a sus ojos en las imágenes de cada uno de sus miedos, de sus pérdidas, de sus decepciones, de sus sueños rotos.
Y de repente, Martina empezó a llorar en una explosión de tristeza, mientras un torrente de soledad, humillación y angustia iba llenando los recipientes de recogida al ritmo de la triste y mágica danza de las luces del techo.
Cuando la música acabó Martina volvió en sí. El Pagador ya estaba envasando las lágrimas y la luz violeta había vuelto a su intensidad normal. Tenía los ojos hinchados, las mejillas ardiendo y la sensación de haber pasado horas allí tumbada, derramando la historia de sus tristezas en aquellas vasijas de cristal.
-¿Ya ha vuelto?- Empezó a decir el Pagador desde una amplia mesa de escritorio- Me alegro, porque esto ya está. He analizado una muestra y debo confesarle que son unas lágrimas de calidad extraordinaria, les voy a encontrar muy buenos compradores.- Hablaba sin mirarla, concentrado en apuntar los datos del preciado néctar en un cuadernillo.- Ahí tiene usted lo acordado,- dijo señalando un sobre de cartón gris- cuéntelo si quiere y márchese, la puerta ya está abierta.
Martina, de pie frente a la mesa, se quedó mirando el sobre. Normalmente, cuando uno ha llorado mucho, se siente aliviado. Pero ella no tenía esa sensación. Es más, delante de aquel sobre, la solución a todos los problemas que la habían llevado hasta la casa del Pagador, se sentía terriblemente vacía.
-¿Qué va a hacer ahora con las lágrimas?- Preguntó a media voz.
-Pues como habrá oído,- empezó a decir el Pagador, molesto por tener que continuar la conversación- las lágrimas se han convertido en una nueva y sofisticada droga, sólo accesible para las clases más acomodadas. Vivimos en un mundo que necesita de la tristeza del otro para ser feliz... y ése es el secreto de mi negocio: facilitar a aquellos que lo pueden pagar, la dulce sensación que produce en la mente el saber que hay otros más infelices que tú. Eso es todo.
No parecía que tuviese más ganas de hablar, así que Martina alargó el brazo para coger su sobre y marcharse. Pero entonces su mirada se paró en un pequeño bulto transparente que brillaba en la mesa. Era una botellita etiquetada con un número de serie y una fecha, el frasco que ahora encerraba algunas de las más intensas emociones de su vida.
-¿Son ésas mis lágrimas?
El Pagador sólo levantó la vista durante unos segundos y luego volvió a sus asuntos. Parecía que se iba a limitar a contestar con un gesto, pero entonces, cuando Martina se disponía finalmente a coger el sobre con el dinero, el Pagador, detrás de sus minúsculas gafas oscuras, pronunció la frase más cruel que aquella mujer había escuchado jamás. Una frase seca que retumbó en sus oídos y la zarandeó con violencia.
-Lo eran.
El vacío empezó a crecer, gélido e imparable, dentro del cuerpo de Martina, mientras las experiencias más duras de su vida, a punto de ser vendidas, la observaban desde la botellita. Hubiese dado cualquier cosa por dejar caer una lágrima, pero ya no le quedaba ninguna.
Un fuerte portazo sonó en la habitación. Y cuando el Pagador volvió a levantar la cabeza el sobre gris aún estaba en la mesa, pero la botellita había desaparecido.
Martina atravesó la sala redonda, los corredores, la inmensa puerta y el jardincillo muerto con toda la velocidad que le daban la rabia y la libertad, apretando la botella con fuerza. Los problemas con los que había entrado aún tenían que ser resueltos, pero todo lo que contenían sus lágrimas seguía siendo suyo.

Obtuvo el primer premio en el XI Certamen literario del IES María Moliner de Coslada.
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Laia Falcón, doctora en Ciencias Sociales por la Sorbona y en Comunicación Audiovisual cor la Complutense, es soprano, actriz, autora del libro "La Ópera" en Alianza Editorial. Su curriculum, enlaces a audios, vídeos, opiniones de autoridades y alumnos, publicaciones, investigaciones, ... en https://laiafalcon.blogspot.com/

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